Nova Star

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Al paso de los días, los entrenamientos se fueron acomodando en horarios fijos y las guardias empezaron a aparecer en las horas restantes. Entre que los lunes, miércoles y viernes me tocaba el entrenamiento matutino y la guardia en la tarde; los martes, jueves y sábados era al revés. Fue recuperar la vieja rutina, distinta y con más exigencia que en un campamento de menos de una manzana, pero que mantenía las mismas reglas. Cuidar de los demás.

Eso se volvía difícil cuando, queriendo abrirles las puertas de entrada en los edificios o simplemente decir buen día, me respondían con las cejas arrugadas. Mis reacciones eran siempre las mismas, mantener la postura y no dejar caer la sonrisa hasta que desaparecieran de mi vista. No actuaba distinto a ninguno de mis compañeros, hasta Noah había recibido más sonrisas de su lado con la cara de perro mojado que usualmente traía. Sabía que, en realidad, seguía siendo mi anomalía mi fortaleza y yo el problema.

En algunas noches que me tocaba la guardia nocturna, Morgan se quedaba con alguno de los gemelos o Jacob en nuestro departamento. Pocas veces le había permitido quedarse con Massimo y el gigante de su hermano perruno que no había tenido el tiempo de dirigirle ni dos palabras tras el encuentro incómodo en aquel primer día. A pesar de lo imbécil que me parecía Enzo en el fondo, sabía que mi hermana iba a estar segura bajo su cuidado si estaba cerca de su hermano.

Gran parte de las guardias, perteneciendo al tercer nivel, nos tocaba en los edificios esenciales. Primero estaba el centro de caídos, después estaba la enfermería, el depósito de cargas —como los transportes robados— y, por último, el mismo lugar de entrenamiento. Esto era porque, en el pequeño cuarto que había reconocido en la estructura, se encontraba archivos y grabaciones de encuentros importantes que guardaban ahí dentro.

Los domingos eran los únicos días que, si tenías suerte, podías no tener guardia. Entrenamiento no había, con lo cual ciertas horas del día estaban libres, y dependías de si tu nombre salía en el sorteo de fin de semana para cubrirnos por el día. Descanso o no, no podíamos quedarnos sin una mínima barrera de seguridad.

Claramente, mi nombre salió el primer domingo que estuve, cómo también el de Noah y Jacob. A nuestra mala suerte, a los tres nos dividieron en distintos sectores con otro anómalo más y la pasé jugando al tres en línea (sola) en la tierra que estaba a mis pies. También jugué al ahorcado, intenté hacer un sudoku y traté de dibujar. De no ser que unos pies cruzaron mi camino, sutilmente parándose frente a mí, hubiera pensado que estaban por darme una reprimenda por lo distraída que estaba.

En cambio, al levantar los ojos, me encontré con la primera sonrisa en meses que no pertenecía a ninguno de mis amigos. Con su tez oscura, pelo en rastas que le caían por uno de los hombros y ojos tan empáticos, tan abiertos como puertas derecho a su bondad, que me anudó la garganta sin darme cuenta. Mantuvo su sonrisa incluso cuando se inclinó. No me dijo nada, sólo sacó de una canasta que cargaba lo que parecía ser un paquete envuelto en papel de diario y le dio otro a mi compañero de guardia, que lo miró extrañada al estar dándome la espalda.

Cuando abrí la boca para preguntar que era, ella simplemente lució una sonrisa una vez más y siguió su camino. Con el paquete tibio en mis manos, se me hizo agua la boca al abrirlo y encontrar unas porciones de budines recién horneados. Lo comí tragándome algunas lágrimas. No me había dado cuenta de que tan escasa y desacostumbrada estaba de recibir bondad así de la gente.

Esa noche corrí al departamento, habiendo guardado unas porciones de lo que la señora me había dado, y abrí la puerta con tanta emoción que los gemelos y Morgan, ya estando dentro, me vieron alertados por la sorpresa y confundidos. Probablemente por el buen humor que traía después de tantos días de agotamiento.

Durante la cena, donde Tom había venido antes con un paquete de pasta sin cocinar, la cual tuvimos que limpiar para sacarle los gorgojos que se le habían metido, conté lo que había pasado.

Tom sonrió.

—Esa es Zafira, la mamá de Troy —dijo—. Siempre suele darnos algo de comer mientras hacemos las guardias. Vende en la semana, regala lo que le sobra los domingos.

—No la había visto todavía, sólo la conocía de nombre y que le envía algunas horneadas para el Doc —relamí mis labios, peleando el instinto de no comerme el bocado que le había guardado a Morgan—. Pero que me haya dado uno a mí, que me haya sonreído a mí... Tom, no recibía ese trato de nadie desde hace meses ya.

Morgan estaba duchándose mientras que nosotros terminábamos de preparar la cena y poner la mesa, Noah cargando con los platos al sentarnos y esperar a mi hermana. Dicho gemelo había fruncido la boca al escucharme.

—En algún momento van a tener que darse cuenta de lo imbéciles que han sido contigo. No valen la pena —refunfuñó, Tom concordando con él en un asentimiento—. Encima es hipócrita, cualquiera hubiera hecho lo mismo por su familiar si hubieran tenido el valor.

Su hermano lo miró ladeando la cabeza y rio con ironía—: Me tienes que estar jodiendo si lo estás aceptando ahora. Te recuerdo que no quisiste venir cuando ella lo decidió.

Noah le dio un trago a su vaso con agua.

—Pero fui, ¿o no? —le guiñó un ojo en broma, su gemelo empujándole la cabeza para molestarlo. Noah le devolvió el empujón con la misma fuerza, y antes de que el par de bebés se pusieran a forcejear entre sí, Morgan llegó a la mesa y empezamos a cenar.

Esa noche no pude dejar de pensar en la mujer, en Zafira, en la confianza que me había transmitido al sonreírme y el detalle de haberme tenido en cuenta cuando estaba segura de que sabía de mí. No había alguien en el campamento que no lo supiera. Me podría haber ignorado, como hacían los demás y que no me hubiera sorprendido. Que penoso era ponerme a pensar tanto en algo tan insignificante para cualquiera y para mí era como un ramo de paz.




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