Novela a mis 5 lectores

Capítulo II: El Laberinto de Inicios

A las 2:47 de la madrugada, con los ojos ardiendo por el fulgor de la pantalla, Valarqui descubrió que podía convertir números en significado.

Comenzó inocentemente: registraba cada estadística en una libreta. Lecturas del día. Tasa de rebote. Duración promedio. Regresos. Luego los números comenzaron a tomar forma. Patrones. Ritmos. Frecuencias. Y entonces comprendió que no eran solo cifras—eran augurios. Mensajes cifrados del universo. Cada lectura era una palabra. Cada clic, una puntuación. Cada abandono, un silencio ensordecedor que significaba algo terrible.

Un lunes, alguien leyó exactamente siete párrafos de su novela de fantasía oscura antes de desaparecer. ¿Qué significaba el número siete? ¿Mala suerte? ¿Incompletitud mística? Valarqui pasó dos horas investigando numerología. Otro día, un lector se quedó exactamente dieciocho minutos en una página. Dieciocho: dos veces nueve. Nueve eran los círculos del infierno, los meses de gestación, las esferas celestiales. ¿Qué le estaba diciendo el cosmos?

Su dormitorio se llenó de notas. En las paredes, pegó gráficos dibujados a mano. Líneas que subían y bajaban como el ritmo irregular de un corazón moribundo. Leyendas en tinta roja, azul, negra. Trazó conexiones entre días de la semana y números de lecturas. Martes siempre traía más tráfico. ¿Por qué los martes? ¿Cuál era la ciencia oculta de los martes?

Fue entonces cuando nació su estrategia. O mejor dicho: su obsesión tomó forma de estrategia.

Si un libro no florecía en una semana, abandonaba. No con definitiva frialdad, sino con la angustia de un granjero que sacrifica una cosecha para salvar las demás. Pero luego plantaba otra semilla. Y otra. Y otra. Inicios de novelas como proyectiles lanzados contra la indiferencia del universo digital. Comienzos de historias de ciencia ficción que prometían intriga cósmica. Primeras páginas de romances góticos que susurraban pasión entre tinieblas. Aberturas de thrillers psicológicos que atrapaban al lector en las tres primeras líneas.

Algunas semillas germinaban. No con fuerza, sino con tímidos brotes de atención. Pequeñas ráfagas de tres o cuatro lecturas nuevas. Valarqui se lanzaba sobre esos débiles signos de vida como un salvavidas tras una cuerda. Escribía frenéticamente. Publicaba capítulos cada dos días. A veces cada día. Editaba las primeras páginas cinco, diez, quince veces, buscando las palabras mágicas que activarían el interés dormido de los lectores potenciales.

Otras semillas morían sin que nadie las tocara. Historias que escribió en noches de inspiración febril, que él consideraba sus mejores trabajos, eran ignoradas completamente. Cero lecturas. Ni siquiera una visita. Como si su trabajo hubiera sido publicado en dimensiones paralelas, donde nadie existía para leerlo.

Pero cuando una historia parecía florecer—cuando alcanzaba diez lecturas en una semana, o cuando alguien dejaba un comentario breve—Valarqui corría a regarla obsesivamente. Reescribía todo. Cambió argumentos completos. Modificó nombres de personajes basándose en oscuros presentimientos sobre cómo los números se comportarían alrededor de ciertos fonemas. Una vez, porque un lector tardó diecinueve minutos en leer un capítulo en lugar de los dieciocho anteriores, reescribió tres párrafos buscando "recuperar el ritmo adecuado".

Era como si tuviera múltiples jardines y solo agua suficiente para uno. Así que intentaba atender a todos. Corría de un lado a otro con su regadera vacía, salpicando futilmente, hasta que todos marchitaban juntos.

La trampa se cerró lentamente, como un mecanismo de relojería antiguo.

Mientras más mundos abría, menos podía poblarlos. Mientras más historias comenzaba, menos podía terminarlas. Las flores no simplemente se marchitaban—se descomponían. Se volvían costras negras de negligencia. Los lectores que habían encontrado cierta promesa en sus trabajos desaparecían, frustrados. ¿Por qué iban a esperar a Valarqui cuando había miles de otros autores ofreciendo historias completas, perfectas, ya terminadas?

Él se convirtió en un sacerdote que oficia demasiados rituales en demasiados templos simultáneamente. Corría entre santuarios, murmurmurando palabras de las que ya se había olvidado, dejando incensarios sin encender, abandonando altares a mitad de su construcción. La fe se desmorona cuando el sacerdote no tiene fe en su propio ministerio.

Fue durante una de esas noches de pánico administrativo—actualizar calendarios, reorganizar proyectos, decidir qué historia matar y cuál resucitar—que Valarqui verdaderamente vio a los cinco.

No como números en una pantalla, sino como presencias.

Estaban ahí. Siempre. Los mismos cinco nombres apareciendo una y otra vez. Relleyendo capítulos antiguos. Comentando en historias que él había dado por muertas. Dejando pequeñas palabras de aliento que pasaban desapercibidas en el caos de su estrategia obsesiva. A veces, cuando publicaba algo nuevo, uno de ellos desaparecía por días, solo para regresar. ¿Estaban disfrazados? ¿Creando cuentas nuevas? ¿O simplemente navegando de formas que el sistema no capturaba?

El algoritmo no los celebraba. No los premiaba. No les daba medallas o destacados. Para la plataforma, eran fantasmas. Datos menores. Ruido estadístico. Pero estaban ahí. Persistentes como cicatrices.

Y fue en ese momento, a las 3:33 de una madrugada de jueves, cuando Valarqui comenzó a sospechar la verdad terrible:

Escribía para fantasmas. O peor aún: que mientras perseguía estrategias, algoritmos, patrones numéricos, mientras sacrificaba sus mejores ideas en el altar de los "comienzos virales", él mismo se estaba volviendo uno. Se estaba disolviendo en sus propias aguas. Convirtiéndose en un espectro que merodea su propia obra, invisible incluso para sí mismo.

Los cinco fieles seguían allí, releyendo. Mientras tanto, el Valarqui de carne y sangre—el que tenía un corazón que latía, una voz que nadie escuchaba, un alma que escribía como quien reza—desaparecía lentamente en el laberinto de sus propios inicios.




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