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Capitulo Tres: La verdad

Salgo de la casa después hablar con mi hermana largo y tendido, escuchando con atención todo lo que me dijo, como siempre debí haber hecho. La he abrazado, la he consolado, he prestado atención a cada palabra, a cada gesto. Sin embargo, las horas perdidas no se recuperan, y las marcas del pasado ahora me pesan más que nunca. Podría haber hecho más, haberla defendido, haber visto lo que ocurría antes de que todo llegara al punto en que se encuentra. La culpa me consume, y aunque intento convencerme de que aún no es tarde, el vacío dentro de mí se agranda cada vez más.

La historia de Leo y Sierra me ronda la cabeza constantemente. Su repulsiva amenaza, su falta de respeto hacia mi hermana... Todo eso me destroza. Él, quien alguna vez consideré parte de mi vida, resulta ser el mismo monstruo que destruyó la paz de Sierra, un hombre manipulador y cruel. Si tan solo hubiese visto las señales, si tan solo hubiera entendido las advertencias que me lanzó mi hermana, tal vez todo esto podría haberse evitado. Ahora lo sé. Lo sé demasiado tarde.

—Te voy a desaparecer si le dices a tu hermana —me dijo ella que fueron las palabras de Leo al ella confrontarlo. —vete a tu posgrado estúpido antes de que cometas el error de decir algo de lo que te arrepientas.

—Tu no mereces a mi hermana.

—Voy a pedirle que sea mi esposa en nuestro aniversario. —le dijo el. —no va a creerte a ti jamás.

—¿Cuántas mujeres, Leo? ¿Con cuantas estuviste?

—No es tu problema.

—¡Mi hermana es mi problema!

—Aléjate, Sierra. Estorbas. ¿no lo ves? Valeria no va a creerte nada. Nunca te creerá a ti.

Y por eso ella se calló durante tantos días.

Porque me enamoré tan locamente de leo, que ella misma creyó en las palabras de él.

Cierro la puerta tras de mí, el aire fresco de la noche me golpea con fuerza al salir. El pueblo, un pequeño rincón costero griego, se extiende ante mis ojos con su belleza silenciosa, con las casas blancas que parecen estar dormidas bajo la luz de la luna.

La brisa marina acaricia mi piel, pero ni el sonido relajante de las olas ni la paz que este lugar me solía transmitir pueden calmar el dolor en mi pecho. Esta playa, que antes era mi refugio, ahora me resulta extraña. La tranquilidad que tanto me ofreció se ha convertido en un recordatorio de lo que he perdido, de la oscuridad que se ha infiltrado en mi vida.

A lo lejos, el sonido de las olas rompiendo contra las rocas me llama. Decido caminar hasta la orilla, a pesar del frío que me hace estremecer. La costa es desierta, sin turistas a esta hora de la noche, un lugar perfecto para desconectarme del mundo. Pero, en realidad, todo lo que quiero es huir, desaparecer. Mañana me casaré con un hombre desconocido, Pietro Vanderweed, alguien con quien no comparto nada más que el hecho de que nuestros destinos se cruzaron de una manera ineludible. No es amor lo que nos une, ni siquiera confianza. Es una carga compartida, una necesidad mutua que nos empuja a seguir adelante.

Al llegar a la orilla, me detengo. Me siento en la arena fría, con los ojos fijos en el horizonte. No hay nada que me calme. No puedo dejar de pensar en lo que le hizo Leo a Sierra, en sus palabras, en su amenaza. Me pregunto si alguna vez seré capaz de perdonarlo, o si alguna vez podré perdonarme a mí misma por no haberla protegido.

El sonido de un crujido en las piedras me hace alzar la vista. Al principio no lo noto, pero luego escucho un murmullo, y después, pasos. Mis instintos me alertan, y una corriente de tensión recorre mi cuerpo. Sé que no estoy sola.

—¿Quién anda ahí? —mi voz suena tensa, pero firme. La oscuridad me rodea, y mis ojos intentan discernir cualquier movimiento. Conozco este pueblo, conozco a sus habitantes, pero esta figura no me es familiar.

—¿Hola? —mi voz resuena entre las casas vacías. No obtengo respuesta, y eso aumenta mi incomodidad.

Un hombre aparece entonces de entre las sombras. Sus pasos son firmes, su presencia notable. Al principio no puedo distinguir mucho, pero al acercarse un poco más, noto que es alto, de complexión fuerte, y lleva una camisa que, por la falta de luz, no logro ver de qué color es. Está descalzo. Todo en él parece destilar misterio.

Me quedo quieta, evaluándolo. ¿Quién es este hombre? ¿Qué hace aquí, a esta hora, solo en la playa? Mi mente trabaja a mil por hora, y la sensación de peligro crece dentro de mí.

—¿Quién eres? —pregunto, con un tono más bajo, la curiosidad mezclándose con un leve temor.

El hombre da un paso más. Mi corazón late más rápido, y no puedo evitar preguntarme si hay algo que no estoy viendo, algo que no quiero ver.

—Mi nombre es… Anton —dice, y su voz suena suave, casi como si cada palabra estuviera impregnada de algo... tentador. Un tono grave, seguro, que me hace temblar por dentro.

No sé por qué, pero el nombre me suena enigmático. Algo en él me intriga, y a la vez me desconcierta. No sé por qué, pero no me atrevo a contarle mi verdadero nombre.

—Yo... —empiezo a decir, buscando una excusa, una forma de ocultarme, de mantener mi anonimato—. Me llamo Sherezade —mi voz suena más suave de lo que pretendía. «Sherezade», como la princesa de los cuentos, como la narradora de historias fantásticas que nunca podrán alcanzarse. Mi mentira, tan absurda como protectora, me envuelve en una especie de escudo ficticio.




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