Pietro Vanderweed
Desperté con la cabeza a punto de estallar. La resaca me abrazaba como una neblina densa que no me dejaba pensar con claridad. La habitación del hotel, lujosa y moderna, parecía opresiva, como si las paredes me estuvieran aplastando. Me pasé las manos por la cara, buscando despejarme, pero todo seguía oscuro, como si mi cerebro estuviera envuelto en una niebla espesa que no me permitía pensar con coherencia. Todo se sentía raro, como si hubiese entrado en un sueño del que no podía despertar.
Alquilar un ala completa del hotel había sido necesario con tal de evitar a los chismosos que fotografiaban cada paso.
Mi hermano Nikolas tampoco era como si colaborara con la privacidad de mi vida.
Fiestas aquí y allá.
Siempre en bebidas, mujeres y clubes.
Gracias a Dios aun ningún tiempo de drogas, pero con Nikolas no puedo darme el lujo de descartar nada.
Miré alrededor, mi vista aún borrosa. ¿Cómo había llegado hasta allí? Recordaba el olor a whisky en el aire y las risas de mi hermano, pero poco más. Había algo en la atmósfera que no encajaba, como si algo estuviera fuera de lugar. Con esfuerzo, me incorporé y me apoyé en la cama, intentando calmarme, pero el dolor en mi cabeza era insoportable.
Nikolas, mi hermano menor, se había encargado de la despedida de soltero. Aunque nunca fui un hombre de fiestas ni de excesos, él insistió en que era la última noche antes del matrimonio, la última oportunidad de —divertirse— antes de la boda.
Yo no era de bebidas ni de esos escarceos juveniles, pero acepté. No quería parecer el hermano aburrido. Y tal vez, por una vez, quería relajarme antes de enfrentar el compromiso que se me venía encima. La boda con Valeria, una mujer que conocía solo por fotos y de oídas. Un matrimonio concertado, uno de esos acuerdos que se hacen para garantizar estabilidad y alianzas en el mundo de los negocios. Ella era una mujer bien educada, proveniente de una familia prestigiosa, y esa era la base de nuestro trato. Sabía que debía casarme con ella, y lo aceptaba. No había cabida para el amor en este tipo de uniones. Lo único importante era la estabilidad, el futuro de la compañía, y la imagen que debía proyectar.
Y prefiero mil veces casarme con una mujer con un acuerdo por escrito. Un acuerdo prenupcial, y que no se quede con nada de los bienes de mío familia.
Nada como Serena.
Solo pensar en ella y mis puños se aprietan volviéndose pesados.
Odio a Serena.
No creí poder odiar a una mujer, a una persona como lo hago con ella.
Su infidelidad me descolocó.
Me dejó sin confiar.
Lo se.
No tengo que ir a un psicólogo para eso. Mi diagnostico me lo facilito solo: falta de confianza en todos por la humillación que esa zorra me hizo.
Prefiero a Valeria Nathaly Gregor.
Una completa desconocida.
Es más fácil desconfiar de una desconocida, que de la mujer que amé durante demasiados años.
Cinco años.
Un apartamento en New York, un Bently, una tarjeta con diez mil dólares mensuales para sus gustos y lujos. La mantuve económicamente bien durante demasiado tiempo.
¿Todo para que?
Para que Nikolas la descubriera con otro en un club.
Las fotos en los periódicos cotillas no pararon durante semanas.
La modelo Serena Hurters le es infiel al magnate de los casinos Pietro Vandeweed.
Me harté. Sali de new york por segunda vez. La primera fue con el divorcio de mis padres.
Demasiado para confirme.
Ahora no lo hago. No mas.
Camino por la habitación y siento que algo me falta. Algo no esta bien.
Tengo una desazón en el pecho que me hace pensar que he olvidado algo. Pero no es posible. Todo esta en orden. Me acerco ala caja fuerte que tengo en otra habitación y sigue intacta. Fajos de dinero en efectivo, un par de móviles extras, relojes, todo esta allí.
Pero algo no estaba bien. Había algo más. Algo que no podía poner en palabras.
Miré a mi alrededor, pero la habitación seguía igual, llena de silencio. Algo pasó anoche. Había olvidado tanto… y eso me asustaba.
Yo no olvido.
No olvido nada ni a nadie.
De repente, como un destello fugaz, vi un rostro en mi mente. No era Serena. No era el rostro de Valeria, la mujer que debería ser mi esposa. No. Era otro. Un rostro que se desvaneció tan rápidamente como apareció, como una sombra. Me concentré, pero no pude recordarlo con claridad. Solo era una imagen borrosa. ¿Quién era esa mujer?
—¿Qué diablos...? —me dije a mí mismo, tomándome la cabeza. La sensación era la de un sueño olvidado, un sueño que se escapa con el primer rayo de sol. Pero esa mujer… su mirada, su risa, su presencia… todo eso era más real que lo que yo estaba viviendo en ese momento. Y eso me aterraba aún más.
Me senté al borde de la cama y sentí la migraña apoderarse rápidamente de mi cabeza.
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Editado: 04.01.2025