Novia Fugitiva

Capítulo 2 Vuelta al mundo real

Cuando la puerta del apartamento se abrió, apenas tuve tiempo de ver la expresión de sorpresa en el rostro de mi hermano antes de que me envolviera en un abrazo fuerte, de esos que siempre me hacían sentir protegida.

—Lo siento… —susurré entre sollozos, apretando su camiseta con fuerza. Las lágrimas salían sin control, y con ellas la realidad que había tratado de ignorar toda la noche.

Piter me sostuvo por los hombros, inclinándose para mirarme directo a los ojos.

—¿Por qué te disculpas? —preguntó serio—. ¿Te arrepientes?

Me tensé, mordí mi labio y apenas pude susurrar:

—No…

—¿Quién es, cariño? —la voz de Gia nos interrumpió. Apareció en la puerta aun con su pijama, su cabello castaño desordenado en un moño alto y y con los ojos muy abiertos al verme. En un segundo apartó a mi hermano y me abrazó fuerte.

—¡Phoebe! ¿Dónde estabas? Estábamos muriéndonos de preocupación.

Me arrastró hacia el sofá y me hizo sentar como si fuese una niña perdida. Piter cerró la puerta y se cruzó de brazos, aún con el ceño fruncido.

—Mamá está como loca —dijo él, con ese tono de advertencia que me erizaba la piel.

Me encogí sobre el sillón.

—Yo… no quería preocuparlos. No sé cómo voy a enfrentar a papá, a mamá, a Daniel… ni a los padres de Daniel…

—¿Dónde estuviste anoche? —insistió Gia, sentándose a mi lado con cara de detective. —Diana y las chicas dijeron que no sabían nada de ti.

El recuerdo del chico de ojos azules y su penthouse atravesó mi mente como un rayo. Sentí mis mejillas arder.

Gia entrecerró los ojos, Piter arqueó una ceja.

—Phoebe… —dijo mi hermano, arrastrando mi nombre con malicia—. ¿Algo que quieras compartir, hermanita?

—¡No puede ser! —chilló Gia de pronto—. ¿Estabas con un hombre?

—¡No! Bueno… sí… pero… —balbuceé nerviosa, tapándome la cara.

Los ojos de Piter casi se le salen de las órbitas.

—¿¡Has estado engañando a Daniel!?

—¡NO! —grité, poniéndome de pie como si el sofá me quemara—. ¡Eso no fue lo que pasó!

Piter me miró de arriba a abajo. Yo intenté jalar el suéter enorme para tapar mis piernas, pero claramente no era mío y él lo sabía.

—Entonces explícame… porque ese suéter definitivamente no salió de tu clóset.

—Es que todo fue tan irreal… —murmuré, escondiéndome detrás de mis manos.

Así que lo solté todo. Les conté cómo me subí al taxi con un desconocido, cómo me ayudó a escapar, cómo terminé en su apartamento (Piter casi se atragantó cuando escuchó eso) y que me prestó ropa para que pudiera cambiarme. Les dije que pasamos la noche hablando, que me escuchó de verdad, sin pedirme nada a cambio.

—¿Y después? —preguntó Gia, expectante.

—Cuando amaneció, me levanté, dejé una nota… y me fui.

Gia abrió la boca incrédula.

—¿Ni un número? ¿Nada?

Negué.

—¿Y tú no le diste el tuyo? —insistió.

Volví a negar, ya queriendo hundirme en el sofá.

Gia se agarró la cabeza con un grito dramático.

—¡¿Me estás diciendo que pasaste la mejor noche de tu vida con un completo extraño que podría ser el verdadero amor de tu vida y simplemente… ¡te fuiste!?

Me encogí de hombros, sintiéndome estúpidamente torpe. Piter estalló en una risa corta.

—Mi pobre bebé tonta… no entiendo cómo Daniel ha estado tan enamorado de ti.

Lo dijo en broma, pero cuando vio mi expresión dolida, se arrepintió al instante.

Porque aunque ya no lo amara, Daniel había sido más que un novio: había sido mi amigo. Y eso también dolía.

Me sentía como una ladrona escondida en el sofá de mi hermano, abrazando un cojín como si pudiera protegerme de todo el desastre que había causado.

Bueno, “desastre” se quedaba corto. Había dejado a un hombre en el altar. Con público, flores, fotógrafo y todo.

Llevaba horas escondida en el apartamento de Piter, bañada, con ropa prestada de Gia y el suéter que me recordaba… a él. Aquel suéter todavía tenia su olor impregnado y, por algún motivo absurdo, eso me hacía sentir segura.

Gia intentaba endulzarme la vida con un té, pero ni diez kilos de azúcar podían suavizar el hecho de que me había convertido oficialmente en “la novia fugitiva”.

—No puedo irme todavía —susurré, hundiendo la cara en el cojín—. No sé cómo voy a verlos. Ni a Daniel… menos a Daniel.

—Phoebe, tarde o temprano tendrás que hacerlo —respondió Piter con tono de mártir—. Además, Daniel está preocupado. ¿Qué quieres que le diga?

—¡Que no sabes nada de mí! —levanté la cabeza con ojos de cachorro moribundo—. Solo dame tiempo, Piter.

Él suspiró tan fuerte que parecía que estaba exhalando su paciencia.

Y justo cuando pensé que lo había convencido… toc-toc-toc. Bueno, no. BOOM-BOOM-BOOM. Golpes de guerra.

Gia y yo nos miramos como dos niñas atrapadas con el frasco de galletas. Piter, en cambio, fue directo a la puerta como quien va rumbo al patíbulo.

Y ahí estaban: mis padres.

Mamá, con esa mirada que mezcla decepción y furia contenida. Papá, con la vena del cuello a punto de escribir su propio testamento.

—¡Phoebe Rose! —exclamó mamá, como si pronunciara mi nombre completo fuera una sentencia judicial—. ¿Se puede saber qué demonios hiciste?

Yo quería derretirme en el sofá, desaparecer. Pero no, ahí estaba, de pie, temblando como una criminal en el interrogatorio final.

—Yo… lo siento, no quería… —balbuceé, y mi voz sonó más culpable que inocente.

—¿No querías qué? ¿Dejarnos en ridículo delante de toda la familia de Daniel? —soltó papá, ya casi del color de un tomate furioso.

Me giré hacia Piter, desesperada.

—¡Se los dijiste! ¡Te pedí que no lo hicieras!

—¡Phoebe, no me culpes a mí! —dijo, levantando las manos—. ¿Qué pensabas? ¿Que ibas a vivir en mi sofá para siempre?

—¡Era una opción bastante viable! —grité, y si hubiera tenido dignidad, probablemente la habría perdido ahí mismo.

El silencio de mis padres era peor que los gritos. Podía sentirlos mirándome como si hubieran criado a una alienígena.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.