La mañana fue un huracán. Cuando el despertador sonó, Diana ya estaba despierta, sentada en mi cama con una taza de café y una revista de moda abierta en la sección de ropa de calle.
—Tienes una cita con un rockstar esta noche —declaró, como si anunciara una emergencia nacional—. Tu outfit de trabajo debe reflejar tu nueva aura de "Mujer Fatal que se da el lujo de abofetear a su Jefe y salir con Cantantes Mundialmente famoso".
En una hora, mi habitación parecía el camerino de una estrella fugaz: había ropa por todos lados. Vestidos de seda, pantalones de cuero, blazers de diseñador, y hasta mi querida falda midi (rechazada por ser "demasiado Vogue y muy poco peligrosa"). Diana era implacable, buscando la combinación que dijera: Soy profesional, estoy centrada, pero puedo besar a un chico que está en el Top 10 de Spotify.Finalmente, me decidí por un look que gritaba poder y desafío, perfecto para el drama laboral que me esperaba y la intriga nocturna. Consistía en un suéter negro de cuello alto y una minifalda asimétrica que dejaba ver mis piernas. Lo combiné con un abrigo largo, de corte sastre y con solapas grandes, en tela gris de cuadros (príncipe de Gales) para el toque profesional. El bolso negro y los botines de calcetín completaban el conjunto. Era sofisticado, pero el toque atrevido de la falda asimétrica gritaba confianza.
Para el cabello, elegimos la sencillez: dejé que mis mechones pelirrojos cayeran en una trenza lateral suelta, lo que suavizaba la intensidad de mi mirada y mis ojos ámbar.
Llegué a la editorial sintiéndome más preparada para una pasarela que para una junta de producción. Intenté pasar a mi escritorio para dejar mis cosas antes de que el pánico profesional me abrumara, pero la asistente de Rebeca ya me estaba esperando.
—Phoebe, Rebeca te espera en su oficina. El señor Max está allí también —murmuró con la precisión de un robot.
Mi corazón dio un vuelco. Entrar en esa oficina era como entrar en un ring de boxeo después del primer knock-out.
Saludé a Rebeca con una sonrisa forzada. Ella estaba en su silla de cuero, impecable como siempre. Me senté en una de las sillas frente a su escritorio, y fue entonces cuando noté la presencia tensa de Max a mi lado.
Ninguno de los dos se saludó. Él miraba fijamente la alfombra; yo miraba fijamente el calendario de pared. La tensión en el aire era tan espesa que podría cortarse con las tijeras de costura de un diseñador.
Rebeca nos observó, recorriendo nuestros rostros.
—Muy bien. Necesito que mi equipo estrella se concentre. ¿Sucede algo entre ustedes dos? —preguntó, con un tono que no admitía mentiras—. Hace unos días pensé que finalmente se estaban llevando bien.
Max, sin levantar la vista de la alfombra, se dignó a hablar.
—Solo fue un breve momento de ilusión, Rebeca. Ya ha pasado.
—¡Oh, por favor! —musité, volteando los ojos con exasperación que no pude ocultar.
Rebeca frunció el ceño, apoyando los codos en el escritorio.
—Escúchenme bien. No me importa lo que hagan después del trabajo, si se matan o si cenan juntos, pero esta editorial no se detiene por el drama personal. Necesito que mi equipo estrella se tolere lo suficiente para no hacer un desastre en sus trabajos. Ustedes, de alguna forma inexplicable para la ciencia, trabajan bien juntos.
Mi estómago se revolvió. Sabía lo que venía.
—Les asigno la preproducción de la campaña de invierno para la edición de diciembre. Necesito una sesión completa sobre textiles y texturas. La quiero perfecta —sentenció Rebeca—. Trabajarán juntos en la selección de modelos, el moodboard final y los looks.
No pude creerlo. Justo cuando más necesitaba evitarlo, mi jefa me obligaba a pasar horas en la misma habitación que él.
Salimos de la oficina de Rebeca. No hacía falta preguntar lo que él estaba pensando.
—Estaré en el Estudio Tres. Es más grande, allí podemos trabajar mejor —dijo Max, sin mirarme. Su voz era seca, cortante, con un tono glacial que hacía que la tensión entre nosotros en el trabajo fuese insoportable.
Simplemente apreté los dientes y asentí, maldiciendo mi suerte y el universo de Vogue por obligarme a pasar tiempo a solas con el hombre que había insultado mi dignidad y que aún tenía la mejilla roja por mi culpa.
Llegué al Estudio Tres. El espacio era vasto y desordenado con telas, focos y rieles de ropa. Max ya estaba allí, mirando un moodboard en blanco con una expresión de extrema desaprobación.
La sesión sobre textiles y texturas de invierno debería haber sido fascinante, pero se convirtió en un campo de batalla.
—Necesitamos abrir con algo en terciopelo. Rojo intenso —dije, buscando un carril de muestras.
—El terciopelo es demasiado obvio. Y el rojo, vulgar. Empezaremos con bouclé y tonos tierra —replicó Max, su tono era seco y cortante.
—¿Bouclé? ¿Estás haciendo un homenaje a tu abuela, Max? El terciopelo rojo crea drama y es vanguardista si lo combinamos con un corte moderno.
—El drama innecesario está de moda en tu vida personal, no en mi sección de Vogue. Haremos bouclé. Es sofisticado.
—No, no lo haremos. Yo soy la Editora de Moda Asociada, tengo voz. Y mi voz dice que tu paleta de tonos tierra es aburrida y anticuada.
Discutimos por todo. Por el tipo de iluminación (Max quería luz natural suave; yo, un contraste duro y cinematográfico). Por la modelo (él quería una rubia minimalista; yo, una morena fuerte con carácter). Incluso por la maldita fuente de la letra en el moodboard. No estábamos colaborando; estábamos librando una guerra de desgaste.
—Mira, Phoebe, no sé si estás intentando proyectar la estupidez de tu vida romántica en nuestro trabajo, pero...
—¡No te atrevas a hablar de mi vida romántica! —siseé, dando un manotazo a una pila de muestras de lana, frustrada—. Yo no estoy en Vogue para hablar de mi vida privada, ni de la tuya. Estoy aquí para trabajar, y te exijo que te concentres en la paleta de colores antes de que yo le dé a Rebeca un informe sobre tu falta de profesionalismo.