Capítulo 4
Ya iba a protestar, cuando la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció un hombre mayor, de verdad vestido con larga camisa de dormir y gorro nocturno. En la mano sostenía una vela mágica inextinguible. Miró sorprendido al marqués, luego al príncipe que se mantenía tras él, y de pronto gritó, entusiasmado a toda la calle:
—¡Genia! ¡Despiértala! ¡De inmediato! ¡Han llegado pedigüeños!
Dentro de la casa algo repiqueteó de pronto, se oyó un correteo, se encendieron bruscamente todas las luces de las ventanas, iluminando todo alrededor.
—¡Perpetoia! ¡Levántate! —se oyó de pronto una voz femenina, grave y profunda, desde lo más hondo de la casa—. ¡Te lo decía! ¡Te lo decía! ¡Santo Espíritu de Halloween, ayúdanos! ¡Vamos, arriba, que te digo!
El marqués y el príncipe se miraron, sin entender del todo la situación. Aunque, por otro lado, era evidente: la muchacha que venían a pedir estaba dormida y en ese mismo instante la estaban despertando.
—Eeeh... señor —dijo el príncipe Enshi—. Quizás sería mejor que dejáramos dormir a su... eh...
—Hija —aclaró el hombre.
—Sí, quizás mejor dejarla descansar y nosotros iremos a otra ca...
—¡De ninguna manera! —exclamó el hombre, agarrando al marqués de la mano, pues él estaba delante—. ¡Entren, entren! ¡No dormimos en absoluto! Solo estábamos... cabeceando... ¡Pues es Halloween!
El hombre los arrastró primero al marqués y luego al príncipe hacia la sala, los apartó delicadamente de la puerta de entrada y la cerró con llave por dentro. Luego recordó algo, se arrancó rápidamente el gorro nocturno de la cabeza y dijo, con aire culpable:
—Es que... enseguida, mis muy queridos invitados. ¡Nuestros tan esperados pedigüeños! ¡Geniaaa! —volvió a gritar tan fuerte que a los oídos del príncipe y del marqués casi se les taparon los tímpanos—. ¡Rápido aquí!
Enseguida apareció en la sala una señora de proporciones monumentales y edad indefinida, vestida con traje de fiesta. En la cabeza lucía una peluca rizada blanca empolvada, calzada a toda prisa y un poco torcida, y en las manos llevaba una gran bandeja repleta de empanadillas doradas en forma de calabazas.
—¡Bienvenidos, queridos huéspedes! —tronó alegremente con su grave voz—. ¡Adelante, sírvanse! ¡Perpetoia saldrá enseguida! ¡Es una anfitriona maravillosa, una belleza increíble, tierna y dulce! ¡Sabe dos lenguas extranjeras, toca el clavicémbalo y es doncella! ¡Está totalmente lista para el matrimonio! ¡Karabal, oíste la frase ritual? —preguntó con severidad la mujer.
—Eeeh... —el hombre casi se desmayó, porque había olvidado que los pedigüeños debían pronunciar la frase que el príncipe Enshi sí conocía bien.
—¡Tonto! ¡Eso era lo primero que debías escuchar! ¿Y ustedes por qué callan, jóvenes? —pasó su severa mirada de su esposo al marqués y al príncipe—. ¡Los escucho! ¿Quién de ustedes ha venido a llevarse a nuestra Perpetoia?
Los hombres se miraron otra vez. Nunca los habían recibido tan alegre y efusivamente en un Halloween. Pero jamás había ocurrido de manera tan extraña. El marqués asintió a Enshi, y este, encogiéndose de hombros, pronunció lánguidamente:
—“¡Novia o muerte!”.
—¡Novia! ¡Novia! ¡Por supuesto, novia! —gritó feliz la mujer, entregó la bandeja de empanadillas a su marido y se lanzó a abrazar a Enshi, casi sofocándolo en sus monumentales formas. El príncipe apenas logró escabullirse de su abrazo.
—¡Perpetoia! —volvió a gritar la mujer, después de terminar con el príncipe y lanzando una mirada al marqués, quizá pensando en abrazarlo también. Este, previsiblemente, dio un paso atrás hacia la puerta, dejando al príncipe solo en el campo de batalla con los padres de la novia.
—Ya viene —dijo la mujer—. No se escapará. A menos que...
De repente se golpeó la frente con la mano y preguntó alarmada a su esposo:
—¿Cerraste la chimenea?
—Eeeh... creo que sí —palideció él de pronto.
La mujer corrió a la habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta, y de allí se oyeron chasquidos, golpes, ruidos metálicos, luego un porrazo y un quejido.
Y al segundo la monumental señora arrastró de la mano hasta la sala a... eeh... una muchacha. Probablemente.
Vestida con blusa blanca, que ahora, después de trepar por la chimenea, estaba casi negra, pantalones negros, botas altas y un pañuelo en la cabeza. La verdad es que parecía un deshollinador. Pero todas las curvas y formas propias de una mujer estaban en su sitio, y eso lo notó el príncipe Enshi. Así que, al fin y al cabo, era una chica.
—¡Mira, quería escapar! —informó la mujer a su marido, y luego también a los pedigüeños—. ¡Ya está! ¡Aquí la tienes! ¡Karabale, abre la puerta! —ordenó con voz implacable.
—¡No voy a irme a ninguna parte! —los ojos azules de la muchacha chispearon de rabia, y su rostro, manchado de hollín, se endureció en un gesto terco y furioso—. ¡Ni pensarlo! ¡Suéltame! —trató de liberar su mano de la garra materna, pero fue, por supuesto, inútil.
El padre dejó la bandeja con empanadillas sobre la mesa, corrió hacia la puerta, giró la llave y la abrió de par en par.