Noviembre, 2017

Cuento | El hombre que corrió de miedo, por Guillermo Tedio

Al llegar a la esquina, Colmenares escuchó el disparo, uno solo, un pistoletazo que remeció el aire, poniendo una vibración en los vidrios de los exhibidores de ropa. Creyó incluso percibir el zumbido de la bala. Entonces, aún con el eco de la detonación en sus tímpanos, comenzó a correr. Era mejor prevenir. No había día en que los periódicos —esa prensa que exprimida como trapo se deshacía en chorros de crónica roja— y los noticieros de televisión no anunciaran la muerte de algún transeúnte desprevenido como él, que iba por el andén y repentinamente se encontraba con una bala perdida en el cerebro, en el corazón o en los pulmones. ¡Cómo había de gente ociosa en la ciudad, jugando a hacer tiros al aire por el solo placer de escuchar los estampidos y ver a los peatones corriendo acosados por el miedo!

Y él no sabía por qué siempre las balas perdidas terminaban en el cerebro, en el corazón o en los pulmones, sin atinar nunca en un blanco menos vital, por ejemplo, en los testículos, hecho gravísimo desde cualquier punto de vista que se juzgara porque dejaba al sujeto con una minusvalía —difícil hallazgo en el cruce de las palabras sobre el papel— para el amor y la procreación, pero de todos modos con vida para seguir arrastrando el ingrato retablo de las maravillas. Además, si guardaba discreción, nadie se iba a enterar de que era un eunuco que solo servía para el oficio de guarda de honor. Aunque cavilando un poco, ya no era necesario vigilar la honra de las mujeres con cinturones de castidad y sirvientes castrados pues los maridos de hoy se paseaban muy orgullosos, como orondos caribúes.

Pensó que una manera de protegerse de las balas extraviadas podía ser la de salir a la calle con un chaleco acorazado y una escafandra de acero en la cabeza pero le pareció que tales prevenciones, de ponerse en práctica, constituirían una grotesca forma patológica del miedo o quizás un grosero artificio de carnaval. Lo otro, razonaba Colmenares, era que las víctimas de las balas perdidas resultaban siempre ciudadanos que salían a cumplir alguna diligencia pues ya nadie se echaba a la calle a pasear, a sacar al perro para que hiciera sus gracias en los jardines ajenos, a contemplar los atardeceres desde la orilla del río, con la luz espejando en las aguas contaminadas. Las caminatas y el vagabundeo citadino, realizados por el solo placer de la contemplación, sin el ánimo de comprar los vestidos y accesorios de última moda exhibidos sobre maniquíes de sonrisa y tamaño natural, eran frívolas ocupaciones del pasado. Quienes salían lo hacían por necesidad, de lo contrario se quedaban encerrados en sus casas y apartamentos, mirando una película casi siempre de pistoleros y mafiosos o resolviendo crucigramas, como acostumbraba él, mientras llegaba el viernes en que recibía el paquete negro a las cuatro de la madrugada, de manos de un sujeto que nunca dejaba ver su cara, precaución que también debía tomar él cuando lo entregaba.

A Colmenares nunca le había interesado saber qué contenía la encomienda embalada en esa especie de terciopelo negro que parecía la piel lustrosa de un animal vivo. Lo que sí había hecho era olerlo. Y le gustaba hacerlo porque el tufo dulzón y al mismo tiempo mordiente que venía desde la profundidad del envoltorio le traía, unas veces, la visión de unas cometas amarillas subiendo al cielo en una tarde transparente de verano, aunque él no recordaba haber echado a volar cometas en su infancia. En otros momentos, cerraba los ojos y entonces el efluvio —emisión de partículas sutilísimas— del paquete generaba en su mente el contorno de una hermosa mujer negra de nombre Janaína que danzaba desnuda una música de tambores y saxofones asordinados, simulando ser pantera y luego serpiente y finalmente caracol, hasta quedarse inmóvil, sobre un piso de rombos iridiscentes, con las piernas abiertas, mostrando la profundidad de su sexo. Y esta alucinación lo llevaba a pensar en Magdala, aquella joven ardorosa que él sacó de un prostíbulo y llevó a vivir hasta que un día ella no pudo soportar sus silencios y se fue sin dejar rastros.

Y eso de quedarse mirando seriados de bandidos o resolviendo acertijos, pensaba Colmenares, había que hacerlo con la casa asegurada y hermética. A las balas perdidas les atraían las puertas, ventanas y claraboyas abiertas. El otro día, un fulano ya jubilado disfrutaba su tiempo de haragán viendo una película de gánsteres con la puerta de la calle de par en par y por allí entró el plomo y le dio en el corazón al vejete. Bueno, al fin y al cabo, se decía, ya estaba jubilado. Pero él, Emmanuel Colmenares, era un hombre joven que no tenía por qué morirse ahora, a los treinta y tres años, sobre todo de esa estúpida manera sin heroísmo que resultaba caer bajo un proyectil despistado. Aunque pensándolo bien, tampoco le gustaría morir en un acto memorable, al estilo de los paladines griegos, a pesar de que su vida carecía de un norte que orientara y justificara su rumbo.

De cualquier manera, por miedo o quizás por puro instinto animal de conservación, cuando escuchó el disparo, Colmenares se lanzó en carrera, en un impulso o reacción refleja y automática, sin perder tiempo en averiguar quién estaba perturbando la tranquilidad de la calle. Se fue en picada, evitando mirar atrás o a los lados, por el andén que se curvaba en un descenso prolongado. Miró solo adelante, deseando ubicar el paisaje de los robles y las lluvias de oro que rodeaban la enorme casa donde permanecía sin comunicación con nadie. No que fuera suyo ese viejo caserón manchado de rojizos lamparones sino que había sido su refugio desde hacía siete meses, cuando alguien le dijo que viviera allí si era capaz de recibir y entregar un paquete. Y claro, él dijo que sí. ¿Por qué no iba a poder llevar a cabo una diligencia tan elemental?



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En el texto hay: poesia, cuento

Editado: 30.10.2019

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