Chiara Brown
Cinco días habían transcurrido desde que había llegado a Rusia. Cinco días que Volkov se había presentado delante de toda mi familia, que era mi novio. Cinco días en la que compartía habitación con él y que aún sigo compartiéndolo, volviéndola un poco más íntima entre nosotros dos durante estos días. Y si no fuera por Klara y los miles de indirectas sutiles de mis padres para que mi novio falso—por supuesto que ellos no lo sabían—se quedara en casa, hace rato estaría durmiendo sola y no con compañía, aunque él ocupará el mueble y yo la cama. Eso no había cambiado.
Esa noche no había pegado los ojos. Desde que desperté aquella mañana, me había sentido intranquila. Daba vueltas en la cama sin atreverme a levantar la cabeza para asegurarme de que mi compañero de habitación estuviera dormido, y así poder levantarme con cuidado y no despertarlo. Pero grande fue mi sorpresa cuando no lo encontré en el mueble donde se quedó a dormir la noche anterior; las sábanas estaban perfectamente dobladas, como si él no lo hubiera ocupado. Quise buscarlo, pero mis pies se detuvieron al percatarme de lo que iba a hacer y opté por bajar a la cocina encontrándome con mi madre. Me quedé un momento viéndola cortar las verduras.
Tomé de la mesa unas de las galletas que preparamos mi Tita y yo la noche anterior para la cena y doy unos pasos a lado de mi madre, dándole un beso en la mejilla y arrancándole una sonrisa. Ayudo en lo que puedo, lavando los trastes, ya que sabía por ciencia cierta y por mí bien no interrumpir a mamá cuando ella cocina si no sirvo de ayuda. Estaba enjuagando los platos cuando, por un momento, vi a mi padre y a Alexei afuera, cada uno cargando bolsas, conversando animadamente frente a unos metros de la ventana que está junto al lavamanos de la estufa donde me encontraba dentro de la cocina.
Mis ojos lo recorrieron sin disimulo, deteniéndose sin premura en todo su cuerpo. El surco de una finura, casi como una pequeña arruga, se posaba en su mejilla, marcando el hoyuelo que le hacía relucir su sonrisa aún más hermosa. Sus labios carnosos se movían sincronizados en su boca cada vez que hablaba, marcando su barbilla. Llevaba puesta una camiseta blanca que cubría su cuello, unos pantalones negros de vestir que se ajustaban a sus piernas, y un saco negro largo hasta las rodillas. Aunque tratara de parecerse casual con esa ropa, lo hacía ver más atractivo e imponente y eso él lo sabía.
Y como si se hubiera sentido observado bajo mi mirada, sus ojos encontraron los míos, tensándome un momento para luego dar inicio a un duelo de miradas. Mi padre le hablaba, pero sabía que él estaba escuchando, asintiendo más aún cuando alcé una ceja en su dirección, haciéndole entender que no sería yo quien desviara la mirada. Una sonrisa ladeada se marcó en su rostro, para luego voltear la cabeza y responder a mi padre, lo que sea que le haya dicho, haciéndole soltar una carcajada.
—Tienes un brillo muy particular en los ojos, cielo— dijo mi madre en ruso, logrando que dirigiera mi atención hacia ella con esa mirada intensa que siempre parecía leer más allá de mí, algo que yo no lo notaba, pero ella sí.
La miré, confundida, y cerré el grifo antes de enjuagar el ultimo plato.
—¿Cuál brillo, mamá? —contesté en el mismo idioma, intentando que mi voz no sonara ansiosa por querer recibir su respuesta inmediata, aunque sé que fue en vano por evidenciarme. Ágata tenía esa intuición cuando algo me llamaba la atención o cuando me gustaba alguna cosa. Mi madre me conocía tan perfectamente que no sabía mentir ante ella.
Mamá dejó de picar las zanahorias, colocando el cuchillo al lado de la tabla y, con un paño, se secó las manos antes de acercarse y ponerse a mi lado con una ligera sonrisa en los labios. Desliza sus dedos fríos por mi nariz, subiéndolos y delineándola hasta mi entrecejo suavemente. Gesto que seguía haciendo a pesar de no tener ocho años.
—Es un brillo muy diferente…. —susurró como si se tratara de contarme un secreto guardado entre las dos—… Un brillo tan intenso que muchas veces observé en los ojos de tu padre, cielo.
Parpadeé, removiéndome un poco inquieta bajo su escrutinio.
—Tienes ese mismo brillo en los ojos que tu padre y yo nos tenemos cada que vez que estamos juntos, mirándonos tan profundamente que refleja nuestro amor.
Terminó de decir con esa voz tan serena que te envolvía con cada palabra. Un silencio hacía estragos entre nosotras, sintiendo en ese momento cómo un rubor se expandía por mis mejillas. Sabía a qué se refería. Sabía que papá anhelaba y amaba a mi madre vehemente, como sus ojos los reflejaban cada vez que la observaba: la devoción, admiración y el amor por ella eran tan fuertes que cada que vez que se miraban a los ojos esa conexión y su amor se volvía en uno solo. Simplemente eran ellos.
—¿Te gusta, verdad? —Intente responder, pero su voz volvió a interponerse en mi mente, dejándome en silencio. Un silencio que, en realidad, había tenido voz desde hace mucho tiempo—. Te brillan los ojos cuando lo ves a él.
Aquel día todo fue un gran cambio porque no sabía qué era lo que estaba pasando. Desde fingir abrazos con Volkov, besos en las mejillas, actos cariñosos delante de los demás, palabras bonitas, apodos, miradas fugaces… Todo cambió en un torbellino de emociones aquellos días, tanto para él como para mí. Lo percibíamos claramente... porque desde ese día, todo entre nosotros se volvió tan drástico. Solíamos hablarnos solo cuando veíamos a mi familia observándonos, o cuando la interacción era inevitable y no la podíamos evitar. ¿En qué momento llegamos a esto? Creamos un glaciar de hielo entre nosotros, volviendo así al punto inicial y no podemos reaccionar ante ello.