Alexei Volkov.
Me faltaba el aire.
Me resultaba difícil respirar.
Me costaba abrir los ojos.
Todo se arremolina como un golpe certero en el pecho que, por más que intento mantenerme tranquilo, pareciera que mi cuerpo y mi cabeza no respondieran al mismo tiempo. Es como si ambos se pusieran de acuerdo para no funcionar cuando más los necesito. El hormigueo en mis manos, en mis piernas, y que recorre toda mi anatomía, se intensifica sin que yo pueda controlarlo.
Tenía mucho miedo.
Oscuridad solo observaba cuando abrí lentamente un ojo y luego otro.
El corazón me retumbaba como si quisiera salirse de mi pecho.
Gotas de sudor se deslizaba por mi frente, cuello, y la espalda lo tenía mojada manchando las sábanas que me cubrían el cuerpo como cada noche antes de dormir. Muevo las piernas sin fuerza sentándome al borde de la cama, mis pies cayeron como pluma en un eco sordo que solo yo pudiera escuchar dentro de la habitación. Habitación que era mía, pero no lo consideraba así. Esta no era mi habitación.
Solo eran cuatro paredes que me rodeaban, vacías y extrañas.
Un sollozo silencioso salió de mi boca que, por más que intentaba retenerlo, mordiéndome el labio, no pude controlarlo. Lágrimas se deslizaban por mis mejillas. Lágrimas… Solamente lágrimas que se mezclaban con mi entrecortada respiración.
—Mami, ven por mí, por favor —susurre llevando mi mano sobre el pecho—. Mamá, ven por mí. Ya no quiero estar solita aquí. Hace mucho frío. Quiero sentir tus brazos para que me abrigues.
La lluvia repiqueteaba la ventana con fuerza acompañando mi dolor. Un dolor que me estaba matando muy lentamente en silencio durante estos tres últimos años. Tres años donde aprendí que es sentir dolor por primera vez, y no hablo solamente de un golpe o herida que me hacía cada que me caía, es el dolor y la herida que llevaba por dentro y que cada día se abría aún más.
Solo tenía diez años.
Acaba de cumplir diez años y nadie se acordó.
Nadie me abrazó.
Un 24 de diciembre, otra vez solo, donde mi única compañía era yo mismo, abrazándome en mis pensamientos, como lo hacía todas las noches en la soledad de estas cuatro paredes. La lluvia golpeaba con fuerza, repiqueteando en los cristales de la ventana, mientras el viento azotaba con fuerza. Las cortinas se movían al compás del viento, acompañando el ritmo de las gotas que caían, al igual que mis lágrimas, perdiéndose en el vacío.
La tormenta era un reflejo de estos últimos tres años, donde cada gota se transformaba en un lamento que nunca terminaba.
A ella nunca le importaron mis cumpleaños, mucho menos celebrar la Navidad. ¿Por qué debería importarme a mí? Al final, solo eran celebraciones. ¿Navidad? ¿Cumpleaños? ¿Abrazos? Todo se desvanecía con el paso de los días, semana y años hasta que dejaron de tener importancia para mí.
Abrí los ojos lentamente, perdiéndome en la oscuridad de la habitación que seguía compartiendo con la rubia. Mi corazón latía frenéticamente, recordándome que solo eran recuerdos. Muy en el fondo, sabía que estábamos a días de esas fechas, y rememorar me abría una herida que nunca se había curado ni cerrado.
Moví los pies con cuidado, evitando hacer cualquier ruido que pudiera despertar a la mujer que yacía dormida en su cama, arropada con las sábanas. Su cabello rubio brillaba tenuemente en la oscuridad, y sus facciones serenas me obligaban a observarla más de lo que me gustaría. Verla dormida, ajena a los pensamientos que atravesaban mi mente en ese instante, me daba una tranquilidad inexplicable.
Sonreí mientras pasaba las yemas de mis dedos por su cabello, acomodándolo detrás de su oreja. Se removió, soltando un suspiro y murmurando unas palabras que no alcancé a entender. Noté cómo fruncía el ceño, formando una pequeña arruga en su frente, y no pude evitar mirarla de nuevo, como si fuera una obra de arte, perfecta e inalcanzable.
—¿Qué me estás haciendo, muñeca? —murmuró con un dejo de vacilación. Se movió de nuevo, tomando mi mano con las suyas y llevándola al costado de su rostro. Sus labios se fruncieron levemente, rozando mi pulgar en un gesto inconsciente.
Las cosas entre nosotros habían cambiado. En estos días conviviendo, aprendí a conocerla más, descubrí cosas nuevas sobre ella que, aunque quisiera decir que no, no podía evitar prestarle atención. Parecía un novio loco, enamorado, y todo esto se me estaba saliendo de mis planes. Ya no discutíamos ni peleábamos como antes; ahora parecía que congeniábamos como imanes que se atraen.
Ya no había enojo ni rencor en su mirada, ese que antes se disfrazaba al ritmo de los golpes de sus palabras que soltaba. Ahora había algo más, algo que me empujaba a seguir a su lado, sosteniendo una relación que, para los ojos de su familia, no era más que una mentira. Ellos no eran ciegos ni fáciles de engañar, pero entendían lo que sucedía entre nosotros, lanzando palabras sutiles que se disfrazaban de preguntas.
Cierro los ojos y me alejo de ella con suavidad, dedicándole una última mirada antes de cerrar la puerta de la habitación. El frío me envuelve al salir a tomar aire. Mis manos se aferran a la baranda mientras observo los copos de nieve cubrir lentamente Ekaterimburgo. A unas tres casas de distancia, distingo la casa de mis padres, con las luces apagadas, y un recuerdo se desliza en mi mente: mi yo de seis años corriendo para tocar la puerta de la casa de mi mejor amiga, listo para jugar. Y quién diría que, años más tarde, estaríamos en la misma situación, compartiendo una habitación... y una mentira.