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Capitulo 17 | Entre copas y silencios

Alexei Volkov.

Cuando Yulisa me llevó a vivir con ella a Inglaterra, me mantuvo incomunicado con mis padres durante diez años. Fueron diez años sin visitas, con restricciones constantes, sin saber nada de ellos. Hasta que, una noche, escapé en silencio, asegurándome de que las personas que rodeaban la casa no se dieran cuenta. Corrí sin descanso, con un único objetivo en mente: encontrar un teléfono público para escuchar, aunque fuera por un instante, la voz de mi madre.

Durante meses, me mantuve alerta, procurando que nadie sospechara de mis salidas nocturnas, hasta que una noche Yulisa me descubrió regresando de la calle y aún recuerdo con firmeza sus palabras de aquella noche:

—¿A dónde fuiste, Alexei?

Me congelé con las manos, escondiendo dentro del bolsillo de la sudadera. Ella estaba ahí, parada entre medio de las escaleras, con los brazos cruzados y con una expresión que me congeló. Me había descubierto.

Me quedé quieto, apretando los labios.

—¡Te estoy hablando! —gruñó, tan fuerte que me exalto. Ahí estaba, con su cabello desordenado, su bata cara y esos ojos que siempre parecían juzgarme.

—Yo… yo solo… —mi voz salió como un susurro—. Fui a hablar con mamá.

No mentí.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Su rostro cambió, y cuando habló de nuevo, su tono era bajo, casi peligroso.

—¿Con Sofía? —Su risa era fría—. Sofía no es tu madre, Alexei.

—Es mi mamá. Sofía es mi mamá. Yo solo quiero hablar con mamá. Ella es mi verdadera mamá.

—¿Hablar con mamá? —se burló, dejando escapar una risa amarga. Su voz se alzó. —¡Tu madre está muerta, Alexei! ¡Muerta! ¡Y todo porque intentó salvarte en ese maldito hospital cuando intentaba tenerte! Y tú ni siquiera tienes el valor de recordarla, maldito, mal agradecido.

Mi corazón se detuvo. Era como si un balde de agua helada me hubiera caído encima dos veces.

—No… no es verdad… —susurré, negando con la cabeza.

—¡Sí, lo es! —gritó, golpeando la barandilla. —Ella murió por ti, Alexei. Si no hubieras nacido, ella estaría viva. Mi hija estaría viva.

—¡No digas eso! —grité, sintiendo cómo las lágrimas me llenaban los ojos.

—Tienes sus ojos. Cada vez que te miro, veo su reflejo. Esa mirada me persigue día y noche. —Su voz se quebró, pero sus palabras seguían siendo como espinas que se clavaban en mi pecho.

Mis piernas temblaron.

—Sofía es mi mamá… ella siempre ha sido mi mamá.

—¡Sofía es solo la mujer de tu padre! —dijo ella, su voz rasgándose en el último grito. —Tu madre era mi hija. Ella era mi única hija, y ahora está enterrada, Alexei. Por tu culpa. Y lo sabes.

Esas palabras me rompieron por dentro.

—¡Cállate! —grité tapándome con ambas manos las orejas y al mismo tiempo sintiendo que mi garganta se rompía—. ¡Tú no sabes nada! ¡Sofía es mi mamá! ¡Ella me quiere!

Ella se quedó en silencio, respirando pesado. Sus ojos seguían fijos en mí, llenos de lágrimas que no caían.

—Si tanto te quiere, ¿por qué te reemplazó tan rápido? Ahora hay otro niño usando tu ropa, tus juguetes, llamándola «mamá» a ella y «papá» a él, esos que dices llamar padres. Solo les tomó dos años reemplazarte tan fácilmente. Eres reemplazable, Alexei.

—¡Te odio, Yulisa, tú eres mala, muy mala conmigo!

—¡Soy tu abuela!

—¡No!

—¡Alexei!

—¡No, no lo eres!

No podía soportarlo más. Ya no quería escuchar su voz. Me giré y corrí a mi cuarto, cerrando la puerta con fuerza. Me derrumbé en la cama, abrazando mi almohada, mientras las palabras de la que era y se hacía llamar mi abuela seguían resonando en mi cabeza una y otra vez.

Sofía era mi mamá… siempre lo ha sido. Ella tenía que serlo.

Desde ese día, no me quitó los ojos de encima y comenzó a seguirme a todas partes. Puso más seguridad a mi alrededor.

Cuando cumplí dieciocho años, tomé la decisión de estudiar en Italia. Convencer a Yulisa fue un desafío, pero finalmente aceptó, aunque bajo estrictas condiciones: no podía mantener contacto con mis padres ni con mi país natal, Rusia. No era ingenuo, y ella tampoco. Sabíamos que tenía gente vigilándome, personas a las que, con el tiempo, logré ganarme su respeto.

A los diecinueve años, después de terminar el semestre y antes de regresar de vacaciones, volví a Rusia. Un remolino de emociones me estrujaba el pecho, pero nada podía igualar la sensación de volver a recibir los abrazos de mis padres... y de volver a verla a ella.

A mi mejor amiga.

Volver a pisar suelo ruso despertó en mí un torbellino de emociones. Regresar a mi hogar trajo consigo una avalancha de recuerdos. Podía ver claramente el rostro de mi madre, sus ojos llenos de lágrimas que parecían reflejar toda la angustia y el amor acumulados en mi ausencia. Sentir sus brazos alrededor de mí fue como encontrar un refugio que no sabía cuánto necesitaba; no quería soltarla, y ella tampoco me soltaba.




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