Chiara Brown.
Mis ojos recelosos alternan entre las dos únicas prendas tiradas en la cama, como si estuviera jugando un partido de ping-pong. Respiro hondo, intentando volver a la realidad, mientras la tenue luz del anochecer se cuela por la ventana. La cena se acerca y yo aún no decido qué vestido ponerme.
Se suponía que ya había elegido el vestido exacto para la cena de Navidad en mi departamento en Italia, antes de venir a casa, pero ahora esa decisión se desmorona como agua.
Cruzo los brazos sobre el pecho, luchando con la decisión que ya había tomado, pero mi lado indeciso no me permitía seguir con la misma idea. Fruncí los labios, frustrada, y nuevamente lancé los dos vestidos sobre la cama antes de girarme hacia el armario en busca de otra nueva opción.
No encontré nada.
No había otro vestido más que me gustara.
No sé cuántos minutos pasaron, pero la tentación de no bajar y vestirme en pijama era la única opción que corría por mi cabeza.
«Eres buena buscando soluciones, Chiara». Me doy ánimos que sé que no sirven de nada cuando visualizo el reloj en la mesita de noche. «Una hora» Solo tenía una hora para arreglarme y tomar una decisión.
—Genial, solo una hora para la cena y sigo en toalla —murmuró, volviendo a buscar entre el armario y sacar algunos vestidos y tirarlos a la cama.
Miró otra vez el reloj y mi paciencia se evapora. Solo una hora para la cena y sigo en bata, con el cabello desordenado y una montaña de vestidos en la cama.
—¿Por qué es tan difícil elegir un maldito vestido? —mascullo entre dientes, pasando la mano por las telas.
—Quizá porque te gusta complicarte la vida —responde una voz profunda desde la puerta.
Me giré de golpe, sujetando la toalla con fuerza. Alexei está ahí, apoyado en el marco, brazos cruzados y con esa maldita sonrisa que dice que está disfrutando demasiado mi crisis.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Lo suficiente como para saber que podrías haber terminado hace veinte minutos.
Resoplo, girándome de nuevo hacia la cama.
—Si no vas a ayudar, puedes largarte.
—Oh, pero sí quiero ayudar. No lo sabes cuánto. —Camina con calma hasta el mueble y se deja caer en él, abriendo las piernas y apoyando los brazos en los reposabrazos—. Modela para mí.
—¿Qué?
—Dije que me modeles los vestidos. Así te ayudo a elegir.
—Ah, claro. ¿Te traigo algo de beber mientras yo hago el ridículo frente a ti, Volkov?
—No es mala idea. Pero prefiero verte probarte esos vestidos.
—Eres un descarado.
—Y tú sigues en toalla perdiendo tiempo —señala con la barbilla—. Vamos, ponte uno.
—Dios… —Suspirando, agarro el primer vestido y me meto al vestidor.
Cuando salgo con un vestido negro ajustado, doy una vuelta con exageración.
—¿Y bien, señor crítico de moda?
Alexei me observa de arriba a abajo, sin prisa.
—Muy formal. No está mal, pero no eres tú.
Pongo los ojos en blanco y vuelvo a cambiarme. Esta vez, un rojo.
—Demasiado provocador.
—¿Demasiado? —me cruzo de brazos—. Eres el último que puede hablar de provocación.
—No dije que no me guste —se encoge de hombros, con una sonrisa de lado—. Pero no es el indicado.
Pruebo otro. Y otro más. Alexei sigue sentado ahí, imperturbable, observándome con detenimiento en cada salida, en cada giro.
Finalmente, me pongo uno verde esmeralda. Me miro en el espejo y sé que es el indicado, pero quiero escuchar su veredicto.
Finalmente, me pongo el vestido verde esmeralda. La tela satinada cae sobre mi cuerpo con una suavidad hipnótica. Tiene finas tiras que descansan sobre mis hombros, dejando mi clavícula al descubierto, y se ajusta a mi cintura de una forma casi perfecta antes de caer en una falda con un corte lateral que insinúa más de lo que muestra. No es demasiado corto, pero tampoco lo suficiente como para no jugar con la imaginación.
Me miro en el espejo y sé que este es el indicado, pero quiero escuchar su veredicto.
Cuando levanto la mirada, Alexei ya no tiene la misma expresión relajada de antes. Sus labios se curvan apenas y sus ojos grises, oscuros y cargados de algo indescifrable, recorren cada detalle del vestido con una lentitud exasperante.
—Ese. —Su voz es más grave, más baja.
Cruzo los brazos, fingiendo indiferencia.
—¿Por qué este y no los otros?
Se inclina un poco hacia adelante, con los codos sobre los muslos, entrelazando los dedos.
—Porque combina con el color de tus ojos. Y porque, si me preguntas, este es el que no me dejará concentrarme en la cena.
Mi garganta se seca, pero no pienso dárselo tan fácil.
Me giro lentamente, sosteniéndole la mirada.
—Qué problema el tuyo, ¿eh? Parece que te distraes con facilidad, Volkov.
Alexei sonríe de lado.