Nunca me gustó llorar por rabia. Que los sollozos me impidieran gritar todo lo que quería, sacar toda la amargura de mi pecho.
En cambio solo conseguía verme vulnerable y patético.
Por eso cuando sentí que el nudo en mi garganta se volvía insoportable decidí salir de aquella casa y dejar a mis padres con la palabra en la boca.
Eso tendría sus consecuencias, pero poco me importaba en estos momentos.
Sabía que el deber de los padres era velar por el futuro de sus hijos. Asegurarse que tuvieran una buena educación, que aprendieran un par de cosas útiles.
Me gustaba pintar y dibujar, habían sido mis actividades favoritas desde pequeño.
En vez de un carro o una pelota, yo pedía colores, cuadernos, pinturas. Todo aquello que me permitiera crear.
Y pasaba horas dibujando cualquier cosa que llamara mi atención. Algún animal, una flor, el cielo, una persona.
Evan siempre ha sido mi modelo favorito, fue la primera persona que dibujé. Luego lo hice en todas las posiciones y lugares posibles. Él resoplaba cada vez que lo hacía, pero sé que en el fondo le encantaba ser mi musa.
Hace casi un año ya no quiso que lo hiciera, decía que ya no podía ser mi modelo, porque estaba pálido, delgado y ya no tenía cabello. Ya no se veía bonito.
Para mi él siempre sería bonito.
Pero al ver que realmente le afectaba, acepté su petición.
Mis padres sabían que tenía talento y me inscribieron en una academia de arte. Al principio estuve emocionado, el lugar era genial y podría seguir mejorando, aprender nuevas técnicas.
Pero Evan, quien había mejorado, volvió a decaer y tuvieron que internarlo definitivamente hasta que su condición mejorara.
Me di cuenta que no podía seguir yendo a la academia, estaba allí toda la tarde, si iba al instituto en la mañana, sólo me quedaba la noche para ver a Evan, y a esa hora las visitas no eran permitidas.
Dejé de ir por supuesto y mis padres enloquecieron, alegando que no podía dejar ir mi futuro de ese modo.
Yo les dije que podía continuar después, era joven, tenía tiempo. Evan tal vez no tuviera demasiado.
Me dijeron que él tenía a su familia y que ellos debían cuidarlo y no yo.
Evan estaba prácticamente solo.
Su madre trabajaba casi las veinticuatro horas del día para poder pagar los gastos del hospital, casi no podía ver a su hijo. Su padre había muerto hace unos meses en un accidente automovilístico mientras trabajaba de taxista.
El resto de su familia simplemente no existían o tal vez era Evan el que no existía para ellos.
Comencé a vender algunos cuadros para ayudar con los gastos, a pesar de las negativas de su madre, seguí haciéndolo a escondidas. Ella lo sabía, las cuentas del hospital bajaban de vez en cuando misteriosamente, y solo yo podía ser el culpable.
Hoy había sido un día estresante en el instituto, estábamos por graduarnos y yo simplemente no estaba entusiasmado, mis notas eran buenas, siempre lo habían sido, así que mi diploma estaba asegurado. Cosas como la fiesta y las fotos no me importaban.
A mis padres se les había ocurrido la brillante idea de colocar la casa en venta. Aseguraban que irnos de la ciudad, cambiar de ambiente, sería bueno para todos.
De ningún modo iba a abandonar a Evan, así que les dije que podían irse sin mi.
Obviamente esta idea no les agradó demasiado. Discutimos.
Nos dijimos un par de cosas feas pero eso no importó, lo que hizo que el nudo en mi garganta creciera fueron las palabras de mi padre:
"Ese chico va a morirse pronto de todos modos, lo mejor será que no estés aquí cuando suceda, no quiero que te hagan cargar con los gastos de su funeral"
En ese momento sentí que podría odiarlo y golpearlo fuerte en la cara.
Di media vuelta y salí de la casa dando un fuerte portazo. Quería golpear algo, mucho, hasta que el objeto o mis manos quedaran destrozados.
Sabía que Evan estaba mal, pero no tenía ningún derecho a hablar de su salud de esa manera. Él no lo había visto como yo, él no había visto los cables conectados a su cuerpo, las múltiples operaciones que le habían hecho. Ellos no sabían nada.
La nieve empezó a caer estremeciendo mi cuerpo al sentir los copos posarse en mi ropa.
Miré el cielo y sonreí. Estoy seguro que a Evan le encantaría ver esto.
Saqué mi celular y tomé una foto.
Al pasar por una tienda, tuve una idea. Compré un par de luces de colores para colocar en su habitación. Después de todo, pronto sería navidad, podría alegrar un poco el ambiente.
Pagué por los objetos y aproveché de comprar unas galletas.
Salí de la tienda un poco más animado y emprendí el camino al hospital. Avisé a su madre que iría a visitarlo, no era realmente necesario, pero me gustaba avisarle para que estuviera tranquila sabiendo que su hijo estaba bien acompañado.
Guardé el teléfono.
Llegué al centro y saludé a la recepcionista alegremente, ella correspondió mi saludo y me dejó pasar sin problemas.
Habitación 338.
Quedaba en el tercer piso, tenía un par de ventanas que iluminaban el cuarto, antes era compartida, pero la otra paciente había sido dada de alta. Tenía un pequeño televisor, un estante con algunos libros y un sofá lo suficientemente cómodo para dormir.
Sus ojos castaños me miraron de inmediato y una sonrisa se dibujó en su bonito rostro.
—Hola, viniste temprano hoy —su voz llegó a mis oídos como una suave melodía, de esas que te calman y arrullan para dormir.
—Si, sucedieron un par de cosas que… bueno, no importa. ¿Ya comiste?
Me senté a su lado y deposité un beso en su frente como ya era costumbre. Sus mejillas se colorearon levemente, algo que también era costumbre.
—Si, la comida ha mejorado considerablemente. Aún así, espero hayas traído algo rico —preguntó mirando con curiosidad las bolsas que había traído.
—Traje galletas. ¿Son suficientes?
Sus ojos brillaron con emoción y asintió.