Después de semanas de silencio, de miradas a medias y de una rutina que se había vuelto gris, la paciencia se nos agotó. Todos creían que nuestro breve romance había terminado tan rápido como había comenzado. Que el "chisme" de mi exnovia había ganado la batalla. Pero no podían estar más equivocados.
El acuerdo de no hablarnos había sido un castigo mutuo, un dolor silencioso que nos había hecho más fuertes. Y en ese día, en medio del bullicio del recreo, nos encontramos en el pasillo, justo al lado de un salón vacío. Nuestras miradas se encontraron, y no hubo necesidad de palabras. En sus ojos, vi la misma desesperación y el mismo anhelo que sentía yo.
"Ya es suficiente", le susurré, y la voz me salió más ronca de lo que esperaba. Ella asintió, con una pequeña lágrima en la mejilla.
Y en ese instante, en medio del caos de los estudiantes que corrían por el pasillo, nos fundimos en un beso. No fue un beso apresurado, sino un beso que nos hizo olvidar el tiempo. Un beso que nos hizo olvidar la tristeza, el dolor, la soledad de las últimas semanas. Fue un beso que nos hizo olvidar todo a nuestro alrededor. Nos hizo sentir que, a pesar de los obstáculos, nuestro amor era más fuerte que cualquier cosa que el destino nos pusiera en el camino.