La conversación con Sullys me había calmado. Me puse a pensar, y de verdad, no era mi culpa. Ella hizo lo que le pareció mejor, y yo no podía controlarlo. La tranquilidad regresó a mí y, en la cancha, se notó.
Jugué un partidazo. Me sentía más liviano, más rápido. Sullys me veía desde la puerta de su casa, y cada pase que daba, cada jugada, la sentía increíble. Ganamos diez gaseosas, y la victoria se sintió como si hubiéramos ganado la Champions League.
Nos quedamos a hablar, con el aire fresco de la tarde, de cómo había sido el partido. Al caer la noche, nos fuimos a casa. Esa noche descansé como hacía tiempo no lo hacía.
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