Estábamos en el momento más mágico, en pleno beso, cuando el grito de mi mamá rompió la burbuja. "¡Kevin, rápido que se hace tarde!". Nos detuvimos al instante. Nuestras miradas se cruzaron, y una risa tonta se dibujó en nuestros rostros. "Casi nos ven", me dijo Sullys, su voz era un susurro lleno de picardía. La adrenalina de ese momento compartido hizo que mi corazón latiera aún más rápido.
Caminamos hasta mi casa, como si nada hubiese pasado. Mi mamá nos vio llegar y sacudió la cabeza, aliviada. "Casi que no", dijo. Yo agaché la cabeza, conteniendo la risa, con una sonrisa que no podía borrar. Nos subimos a la camioneta, y el transcurso hasta la escuela se hizo eterno. Los veinte minutos de viaje se sintieron como una hora, pero cada minuto era una oportunidad para estar a su lado.
El camino desde la vereda hasta el pueblo era como viajar en el tiempo. Dejábamos atrás los caminos de tierra y los ranchos de barro, y entrábamos al bullicio de un pueblo conocido por su Semana Santa, una tradición que había perdurado por muchos años. Era un pueblo pequeño, pero lleno de vida.
Al llegar a la escuela, el aire vibraba con una energía contagiosa. El patio estaba repleto de estudiantes, corriendo en todas direcciones, con los uniformes impecables y los rostros llenos de emoción. Se escuchaban los gritos de alegría de los amigos que se reencontraban después de las vacaciones. En un rincón, un grupo de nuevos estudiantes se paraba nerviosamente, mirando los salones. El ambiente estaba cargado de risas, promesas y la emoción del primer día de clases.
Sullys y yo nos agarramos de la mano y caminamos entre la multitud. Nos unimos a la ola de estudiantes que buscaban los boletines con las listas de los salones. Mi corazón latió con fuerza. ¿Estaríamos juntos? ¿Nos separarían? No me importaba en qué salón estuviera, siempre y cuando fuera con ella.