Al llegar a la vereda, el aire ya no se sentía tan denso como en el pueblo. El sol de la tarde comenzaba a bajar, pintando el cielo de tonos anaranjados y dorados. Nos bajamos de la camioneta, y el silencio de las calles se sentía como un abrazo familiar. Los olores de la cena, el arroz cocinándose y el olor a leña quemada, flotaban en el aire desde las casas vecinas. La acompañé hasta su casa, y el camino, aunque corto, se sintió como un momento privado para nosotros.
Al llegar a su puerta, su madre salió a recibirla. Una sonrisa cálida se dibujó en su rostro al vernos. "Qué tal el primer día de escuela?", nos preguntó, su voz sonando dulce y aliviada.
"Bien", respondimos al unísono, casi sin pensarlo, como si fuera una respuesta ensayada. La miramos con una sonrisa. Su mamá me dio las gracias por haberla acompañado, y yo respondí con un simple "con gusto", como si nada extraordinario hubiera pasado.
Me di la vuelta y regresé a casa. Por fuera, caminaba de una manera normal, con las manos en los bolsillos, el rostro sereno. Pero por dentro, mi mente era un torbellino de recuerdos. La imagen de sus ojos mirándome en el recreo, su mano en la mía en el parque y el sabor de su beso. Todo eso, que ahora era parte de mí, estaba oculto. Y esa era la parte más emocionante de nuestra relación.
El recuerdo de ese día, tan simple y tan profundo, me hizo sentir una alegría que me llenaba el pecho. El 2016 ya no era solo el año nuevo.
Después de llegar a casa, el sol de la tarde ya no tenía la misma fuerza. Almorzamos en silencio, todos disfrutando de la comida y el alivio de haber terminado la primera jornada de clases. La tarde transcurrió en la rutina que siempre había conocido: mi mente, que antes vagaba, ahora se concentraba en mis tareas de la escuela. Ayudé a mis padres en la tienda, ordenando productos y atendiendo a los pocos clientes que pasaban, pero mis pensamientos siempre encontraban la manera de regresar a ella, a Sullys.
Ya cayendo el ocaso, el aire se sentía más fresco. La cancha, bañada por las últimas luces del día, se iluminaba de un resplandor dorado. Salí a jugar fútbol con mis amigos. El balón se sentía como una extensión de mi cuerpo. Jugué como nunca, mis pies se movían con una ligereza que no reconocía. La frustración y la rabia que me habían atormentado habían desaparecido por completo, reemplazadas por una alegría que me daba una nueva energía. Metí tres goles, y cada uno se sintió como una celebración de mi nueva vida, de mi felicidad.
Así transcurrieron las semanas, una tras otra, con la misma rutina que antes me parecía monótona. Pero ahora era diferente. El amor de Sullys y yo crecía cada día, fuerte y silencioso, como el sol que se ponía sobre la vereda. En la mañana, el viaje a la escuela era nuestro momento. En las tardes, las miradas que compartíamos desde la tienda hasta la cancha eran nuestra conversación secreta. Hablábamos de lo que había pasado en el día, de nuestros sueños, y de cómo el mundo parecía más brillante ahora que estábamos juntos. Su mano en la mía se sentía como si fuera parte de mí, y su risa era mi música favorita.
Nuestra relación ya no era solo un secreto. Era una parte fundamental de mi vida, una fuerza que me impulsaba a ser mejor. Me sentía más feliz, más seguro y más vivo que nunca. Y cada día que pasaba, el amor por ella era más fuerte que el anterior.