Al encontrarla en la escuela, mi corazón se encogió. Era ella, pero no era la misma. Su rostro, pálido y demacrado, tenía la mirada de alguien que no había dormido en días. Mis pies se movieron solos, la busqué con la mirada y en el primer pasillo que encontré, le pregunté qué le pasaba.
Sus ojos, que antes brillaban con una luz propia, estaban llenos de lágrimas. Me contó lo que había pasado, la furia de su padre, el grito que lo había llenado todo. Me contó la amenaza de enviarla lejos, donde unos tíos que ni siquiera conocía. Con cada palabra, la tensión en el pasillo se hizo más densa. Las voces de los otros estudiantes se desvanecieron, el mundo se silenció para mí.
Cuando terminó de hablar, se quedó callada, con la cabeza gacha, como si estuviera cargando el peso del mundo. Levantó la vista y me miró a los ojos, con una tristeza que me rompió el alma.
"No quiero irme", susurró, y su voz temblaba con un dolor que me llegó al corazón. "No quiero irme lejos de aquí y no verte más. Prefiero terminar contigo y verte de lejos a irme lejos y no verte más".
Las palabras cayeron sobre mí como una sentencia de muerte. Mi corazón se detuvo. Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones. Me sentí impotente, sin saber qué hacer. No dije nada. No pude decir nada. Ella me miró una última vez, con una tristeza que me partió el alma, se dio la vuelta y se fue.
Y en ese instante, mi mundo se derrumbó. Los ruidos de la escuela regresaron, pero no los escuchaba. Solo la veía a ella, alejándose, su figura desapareciendo entre la multitud. Me quedé solo, de pie, con el corazón roto y la sensación de que, a pesar de lo mucho que habíamos luchado, nuestro amor no había sido suficiente para salvarse.