Así transcurrieron días, semanas y un par de meses en esa rutina. Afortunadamente, ya teníamos más tiempo para nosotros, las cosas marchaban bien y, finalmente, nos daban permiso para salir solos.
El año de prueba terminó dándome la victoria más dulce: el respeto de tus viejos. Esa cena de Navidad, con tu papá sonriendo y llamándonos "tercos", fue mi verdadera graduación. El año siguiente se fue volando. Nuestra graduación fue sencilla, sin lujos, pero al verte allí, me dije: Ahora sí empieza lo serio.
Tomé la decisión de independizarme casi sin pensarlo dos veces. Sentía la urgencia de tener algo que fuera solo nuestro. El destino me puso la casa justo enfrente de la tuya. Con mucho esfuerzo, logré alquilarla, y a los dos meses, el dueño, viendo mis ganas, me hizo una propuesta que era un salto de fe: me vendía la casita a cambio de mi moto y una parte en efectivo. La moto era todo mi transporte, mi libertad, pero la di sin dudar. Sentí que era el primer ladrillo real de mi vida adulta contigo.
Al mismo tiempo, la ambición me empujó al curso de mercadeo y ventas. Quería dejar de ser el muchacho de la tienda y darte la vida que merecías. Me matriculé con esa imagen clara en la cabeza: un futuro sólido, nuestro propio negocio. Me dediqué de lleno, soñando con cada clase.
Y de repente, el mundo se detuvo. La pandemia llegó y arrasó con todo. Mi curso se congeló, mis sueños de progreso se hicieron pedazos. La frustración fue un golpe en el pecho más duro que cualquier lesión que tuve. Me sentí estancado, viendo cómo el futuro que planeé se desvanecía.
Pero incluso con esa incertidumbre global, pude cumplir mi promesa. Con el dinero que me había costado la vida ahorrar y un trabajo incesante, logré pagar esa casita humilde. Era modesta, sí, no era la casa que te merecías, pero era nuestro hogar. Era mi declaración de que, aunque el mundo se cayera a pedazos, yo te daría un lugar seguro.
La prueba del hogar
Vivir justo enfrente de tu casa, aunque ya éramos una pareja seria, se sintió como una nueva etapa. La distancia desapareció, pero la crisis económica se convirtió en nuestro nuevo enemigo. No había tiempo para lamentar el curso perdido. Tenía que volver a lo básico. Los libros de ventas se quedaron quietos y mis manos se ensuciaron. Me puse a hacer reparaciones y trabajos de albañilería para los vecinos. Era un trabajo duro, pero honesto, y me mantenía a flote.
Tú fuiste mi roca en esos momentos. Ver cómo te adaptabas, cómo me ayudabas a manejar las cuentas sabiendo que el dinero entraba a cuentagotas, me demostró que nuestro amor ya no era un simple romance. Era una sociedad, una trinchera compartida. Esa casita humilde se convirtió en nuestro bastión contra el mundo. Habíamos sobrevivido a las amenazas de tus padres y a la presión de las notas, pero ahora nos enfrentábamos a los problemas de los adultos: el dinero, la incertidumbre, la vida real. Y aunque el miedo a no poder darte todo lo que mereces siempre está ahí, saber que esa casa es nuestra, y que tú estás conmigo, es el único diploma que necesito.