El último día de servicio en la Policía fue un torbellino. Me despedí de mis compañeros, hombres que, como yo, habían cambiado el temor por la disciplina. Nos abrazamos, sabiendo que la hermandad forjada en el rigor y la escasez era un vínculo para toda la vida. Me quité el uniforme por última vez, sintiendo el peso de la responsabilidad reemplazado por la incertidumbre. Subí al bus y puse rumbo a casa, con mi cuerpo más fuerte que nunca, pero mi alma llena de preguntas.
La llegada a la vereda fue un golpe emocional. Vi a mi mamá primero; me abrazó llorando de alivio y orgullo. Mi papá me palmeó la espalda, y en sus ojos vi una mezcla de felicidad por mi regreso y una preocupación silenciosa por la situación de la ladrillera. Pero el clímax fue verte a ti, Sullys.
Me abrazaste con una fuerza que me hizo olvidar el último año de soledad. Me miraste con orgullo, admirando la disciplina que había dejado el uniforme en mí. "Estás aquí, estás bien," me dijiste, y supe que esa era tu única certeza. Fue en ese momento que me contaste, con una humildad que me llenó de orgullo, que habías aprovechado mi ausencia: "Kevin, empecé a estudiar Enfermería. Estoy a solo un semestre de terminar." El corazón me dio un vuelco. Mientras yo me forjaba en la disciplina militar, tú construías el futuro con un título.
El Desgaste de la Ladrillera
La alegría del regreso duró menos que un aguacero. Pensé que la disciplina y el rigor del servicio militar me harían invencible ante la adversidad. Creí que mi nueva mentalidad de acero podría con todo, pero la realidad en la ladrillera era más dura que cualquier instrucción militar.
Las ventas estaban en picada. Cada día traía más pérdidas que ganancias. Mis manos, que un año antes habían moldeado quinientos ladrillos diarios con el fervor de la esperanza, ahora los apilaban sin comprador. Era un trabajo ingrato. Mi esfuerzo se quedaba allí, inútil, apilado bajo el sol, y la promesa de superación que me había dado el uniforme se desvanecía lentamente con cada pérdida.
Mientras yo me hundía en el barro estéril, la voz de mi hermano desde la capital era un martilleo constante: "Ven a Bogotá, Kevin. Aquí hay oportunidades. Lo de la vereda ya no funciona."
La Encrucijada de la Lealtad
El peso de la decisión me oprimía el pecho. Sentía una responsabilidad de hierro por mis padres, que también estaban pasando por una situación económica difícil. ¿Cómo podía irme, dejarlos solos en medio de la tormenta? Mi lealtad a la tierra, a la familia, me ataba con cadenas invisibles.
Y luego estabas tú. Mi motor, mi razón. Estabas a solo un semestre de terminar tu carrera de Enfermería. Dejar la vereda significaba poner tu futuro en pausa, y el egoísmo de pedirte semejante sacrificio, de alejarte de tu universidad a un paso de la meta, me aterrorizaba. No podía ser yo quien cortara tus alas.
Estaba atrapado. Entre la lealtad familiar, el futuro profesional de Sullys y mi propio miedo al fracaso en una ciudad ajena, me aferraba a la tierra que me había visto crecer, incluso si ya no nos ofrecía nada. Las promesas que nos hicimos de superación se sentían cada vez más lejanas. La decisión era abrumadora: seguir luchando en la vereda sin éxito o arriesgarlo todo en Bogotá, poniendo en riesgo todo lo que habíamos construido.