Nuestra Historia

CAPITULO 44: El Último Adiós en Valledupar

Llegamos a la terminal de Valledupar. El aire se sentía pesado, no por el calor, sino por la tristeza que flotaba entre nosotros. Compramos los tiquetes con lo último que nos quedaba en el bolsillo. Mi mamá nos había acompañado. Yo la veía, tratando de ser fuerte, pero sus ojos estaban rojos.

​Mientras esperábamos la media hora que faltaba, mi mamá me tomó aparte. Me puso en la mano un puñado de billetes arrugados, lo poquito que le quedaba. "Toma, mijo," me susurró. "Para que no se vengan tan estrictos. Para que tengan algo para el primer día." Sentí una vergüenza terrible; yo, el hombre que prometió estabilidad, recibiendo limosnas para empezar de cero. Pero acepté, entendiendo que ese dinero no era caridad, sino el último sacrificio de una madre.

​El momento de subir al bus fue una cuchillada. El abrazo con ella fue largo, silencioso, cargado de todas las promesas que no pude cumplir en la vereda. Le prometí que la llamaría, que no se preocupara. Me aferré a ella un segundo más, sintiendo que al soltarla, soltaba la última conexión con mi tierra. Ellos quedaron allí, dos figuras inmóviles, mientras nosotros nos embarcamos.

​El bus arrancó. Me senté junto a Sullys, y mientras la vereda se hacía pequeña en la ventana, tomé su mano. El viaje se sintió eterno, un purgatorio de asfalto y silencio, pero su mano era mi ancla. Sabía que cada kilómetro era un paso más lejos del fracaso de la ladrillera, y un paso más cerca de la esperanza.

​La Bienvenida Fría de la Capital

​El bus nos dejó en la Terminal de Bogotá pasadas las dos de la tarde. El cambio fue violento. El cielo estaba gris, pesado, y una brisa helada soplaba como una bienvenida áspera, un contraste brutal con el sol ardiente y acogedor de la vereda. El terminal era un laberinto de gente corriendo y gritos; la velocidad de la vida aquí era asfixiante.

​Con nuestras maletas ligeras—todo lo que teníamos—y el peso invisible de una vida entera a la espalda, caminamos hacia la salida. En ese momento, solo estábamos Sullys y yo contra el mundo.

​Me giré para verla, su rostro reflejaba una mezcla de nerviosismo y valentía. Puse todo mi esfuerzo en sonar seguro. "¿Lista para empezar una nueva vida?", le pregunté. Ella solo asintió con la cabeza, sin palabras. No hicieron falta; sabíamos que este era el primer paso de un camino sin retorno, y que nuestra única fuerza era ir juntos.

​A lo lejos, vi la figura de mi hermano. Su sonrisa fue el primer rayo de sol que sentimos en esa tarde nublada. Corrimos hacia él, y el abrazo fue un desahogo de todo el cansancio y el miedo acumulado en el viaje. Él era nuestro único lazo, nuestro único puerto seguro en esta ciudad inmensa.

​El trayecto a su casa, que en el mapa parecía corto, se hizo eterno. El tráfico de la capital era un monstruo de metal y ruido, un caos que nada tenía que ver con la calma de la vereda El Cielo. La ciudad parecía no tener fin, y cada calle, cada edificio, era un recordatorio abrumador de lo insignificantes y lejos que estábamos de casa. A las tres de la tarde, agotados y abrumados por la escala de la metrópoli, llegamos a la puerta de la casa. El primer capítulo de nuestra vida en Bogotá estaba a punto de empezar.



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En el texto hay: romance accion aventura

Editado: 10.10.2025

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