El bus nos dejó en Bogotá, pero el verdadero impacto llegó al entrar a la casa con mi hermano. Apenas cruzamos la puerta con nuestras maletas ligeras, la sala se llenó de gritos. La señora que vivía allí montó en cólera por nuestra llegada. Discutía acaloradamente con mi hermano y con mi hermana; la tensión era tan densa que podías cortarla con un cuchillo. Sullys y yo, con las cabezas gachas, nos hicimos pequeños en un rincón.
Nos miramos el uno al otro, y en el silencio de esa confrontación, nos preguntamos la misma cosa: ¿Habíamos cometido el peor error de nuestra vida? La calma de la vereda se sentía a millones de kilómetros de ese ruido hiriente. Éramos unos intrusos, unos indeseables, y la vergüenza me quemaba el rostro.
La tensión se mantuvo toda la noche. Dormimos incómodos, sintiendo que no podíamos ni respirar fuerte para no molestar. El alivio llegó al día siguiente, cuando la dueña de la casa hizo su aparición. Aunque parecía una mujer estricta y de pocas pulgas, habló con mi hermano con una calma pragmática. Nos dijo que no podía tenernos en wse apartamento , pero que un cuarto pequeño en el cuarto piso estaba desocupado para mudarnos los cuatro.
Mi hermano, sabiendo que era nuestra única opción, aceptó de inmediato. El alivio fue inmenso, como si nos hubieran quitado una losa de encima. Empacamos nuestras tres mudas de ropa y subimos todos esas escaleras interminables, sintiendo que cada escalón nos alejaba del problema.
La Fortaleza en Cuatro Paredes Vacías
Ese apartamento, aunque diminuto y pelado, era nuestro primer refugio en la gran ciudad. Abrimos la puerta y la visión era desoladora: paredes desnudas, un suelo frío y nada más. No teníamos muebles, ni una cama, ni siquiera un bombillo decente. Pero ya no éramos la causa de un problema; teníamos un espacio propio.
Esa primera noche en Bogotá fue la más real que jamás hayamos vivido. Extendimos la poca ropa limpia que teníamos en el suelo frío para crear una capa de aislamiento. Nos acostamos abrazados, sintiendo el duro cemento bajo nuestros cuerpos, pero el silencio era tan profundo que nos dio paz. Afuera, la ciudad rugía con su monstruoso tráfico, pero dentro de esas cuatro paredes, solo existíamos mis hermanos, Sullys y yo.
"Ya no nos estamos escondiendo," le susurré al oído, recordando el dolor de la vereda.
Me apreto más fuerte. "Estamos empezando de cero, Kevin. Pero estamos juntos."
Sabíamos que lo que venía era más duro que la ladrillera. No había colchón, ni trabajo, ni nada asegurado. Solo teníamos la certeza de nuestro amor y la desesperación de tener que levantarnos al día siguiente para no fracasar. Este cuarto vacío era nuestra nueva trinchera, el lugar donde la lealtad se probaría contra la incertidumbre. El miedo seguía allí, pero ahora estaba mezclado con una feroz determinación de llenar ese cuarto, con el futuro que vinimos a buscar.