El cuarto estaba helado. Nos sentamos en el suelo, las cuatro cabezas juntas, usando una de las maletas como mesa improvisada. El silencio de la vereda había sido reemplazado por el murmullo constante de una ciudad que nunca dormía, pero en ese pequeño espacio vacío, nos sentíamos extrañamente a salvo.
Mi hermano, con la calma del que ya había domado a esta bestia de ciudad, nos dio las primeras lecciones. "Aquí las cosas no son como en el campo," nos dijo, masticando despacio. "Aquí nadie te da nada gratis, y el tiempo es oro. La gente no camina, corre. Pero el que tiene aguante y malicia sale adelante."
Empezamos a hablar de la vereda, y la nostalgia nos golpeó a los cuatro. Recordamos a los amigos, las historias de mi papá, y las peleas graciosas que teníamos con "El Negro" en la ladrillera, el único que lograba reírse de sí mismo cuando el barro lo cubría por completo.
"¿Se acuerdan del olor a tierra mojada después de la lluvia?", pregunté, y el recuerdo me dio un escalofrío. Aquí solo olía a gasolina y a frío.
Sullys, apretando mi mano, nos trajo de vuelta a la realidad. "Mamá dijo que el vecino de la finca preguntó por nosotros... que si íbamos a vender la casita." Su voz sonó triste.
"No, la casita no se vende," le dije, con firmeza. "Es nuestra ancla. Pero, ¿quién sabe cuánto tardaremos en volver?"
Mi hermano asintió. "Miren, sé que es duro, Sullys, lo de la universidad. Pero aquí, cuando consigamos trabajo, lo primero es estabilizarnos y luego buscas la forma de seguir. Lo más importante ahora es que el lunes vamos a salir a la calle a buscar lo que sea. Dejamos la dignidad en la vereda. Aquí, al principio, toca aceptar lo que venga."
Esa noche, la conversación no nos quitó el miedo, pero lo hizo manejable. Entendimos que nuestro amor ya no era solo un sentimiento; era un plan de ataque. Estábamos desnudos, sin un colchón y con solo unos billetes arrugados de mi mamá, pero sabíamos que el lunes, cuando el sol saliera, íbamos a salir a pelear por nuestro nuevo futuro.