El reloj corría lento, tortuosamente lento. Me dirigí a la dirección de la clínica. Los quince minutos de trayecto se sintieron como una hora de marcha militar, mi mente repasando una y otra vez la necesidad de ese trabajo. Cuando llegué e ingresé a la sala de espera, el ambiente era aséptico, frío, y el tiempo se hacía largo como si se hubiera detenido. Cada tos, cada llamada que daban, me hacía dar un vuelco al corazón. Pensaba en los cartones, en tu rostro, Sullys, y esa necesidad me daba la fuerza para aguantar.
Finalmente, empezaron a llamarme. Gracias a Dios, pasé todos los exámenes sin ningún problema. Mi cuerpo, forjado en la dureza del servicio militar y el trabajo en la ladrillera, estaba sano y listo para la batalla.
Apenas salí de la clínica, mi celular vibró. Era mi hermano. Contesté de inmediato, la voz me temblaba un poco. Le conté que había pasado los exámenes. “Ya estás dentro”, me dijo con una seguridad que me llenó de calma. Me sentí aliviado, como si por fin, después de tantos días de incertidumbre, el camino se estuviera aclarando. Ya no estábamos a la deriva.
La Llamada que Rompió la Calma
Minutos después, mientras me dirigía a casa, el teléfono volvió a sonar. Miré la pantalla: era un número desconocido. Contesté. Era la señorita de Talento Humano de la empresa. Me dijeron que volviera. Mi corazón dio un vuelco. No me dieron detalles, pero el tono de la voz era tan firme, tan carente de emoción, que supe que no podía esperar.
El alivio se convirtió en una mezcla de desesperación e ilusión. ¿Había algo mal? ¿Habían revisado algo? ¿O era la confirmación final? No lo pensé dos veces; me devolví de inmediato a toda marcha, sintiendo la adrenalina en las venas. La caminata se sintió como una carrera contra el tiempo.
De nuevo en la empresa, me hicieron pasar a una sala de espera. Estaba solo, con el pulso acelerado y las manos sudorosas. El olor a limpio del edificio contrastaba con mi ansiedad. Después de lo que pareció una eternidad—cada segundo era un riesgo de perderlo todo—, me llamaron.
Pasé a la oficina, y frente a mí, sobre el escritorio pulcro, estaba un contrato. No era solo un papel; era la prueba tangible de que todo el esfuerzo había valido la pena, el fin de la humillación. Era la promesa de un sueldo, la oportunidad de dejar de dormir en cartones, y la posibilidad de un futuro digno para Sullys y para mí.
Firmé sin dudar, con la mano firme y el alma en paz. Había llegado a la capital sin nada y con las manos vacías, pero me iba con un trabajo. La incertidumbre había terminado; comenzaba la lucha.