CAPÍTULO 52: Contraste: La Victoria en el Frío

Salí de la empresa con el contrato en las manos. La hoja de papel era liviana, pero sentía que cargaba un lingote de oro. La incertidumbre había terminado, y la euforia me recorría el cuerpo. La ciudad, que minutos antes me había parecido un monstruo helado, ahora se sentía como un campo de batalla recién conquistado. Ya no veía tráfico; veía oportunidades. Ya no sentía el frío; sentía la adrenalina.

​Me subí a un bus y el trayecto a casa fue una neblina de emoción. Apreté el contrato contra el pecho, pensando en la vergüenza de la mañana, en el tono despectivo del entrevistador. Me había juzgado por mi origen, me había sentido pequeño, pero mi necesidad fue más grande que su prejuicio. Mi amigo, la disciplina militar, el recuerdo del barro y, sobre todo, la imagen de su rostro, Sullys, me había dado el aguante para ganar.

​Pensaba en ella, sentada en ese cuarto vacío. No quería que me preguntara; quería llegar y darle la noticia, el trofeo de nuestra primera batalla.

​El Silencio Roto en el Cuarto Piso

​Llegué a la casa y subí los cuatro pisos de escaleras casi volando. Abrí la puerta de nuestro cuartico y la encontré a ella y a mi hermano sentados en el suelo. El ambiente era de tensa espera. El cartón del colchón improvisado era el testigo silencioso de nuestra miseria reciente.

​"¡Lo logré!" Solté antes de dejar caer la maleta.

​La levantaste de golpe, sus ojos grandes y llenos de lágrimas contenidas. Mi hermano me miraba con una expresión de alivio y orgullo que valía más que cualquier aplauso. Me senté en el suelo y, con el pulso aún acelerado, les conté todo, sin saltarme ni un detalle.

​"Primero, perdí la mañana en la empresa de mi hermano. Un 'no' rotundo por la estúpida política de no contratar familiares. El desánimo me pegó duro, lo saben."

​La miré. "Pero me acordé del amigo del servicio, lo llamé, y me dijo que fuera de inmediato." Tomé aire y la voz se me puso más dura al recordar la humillación. "Cuando me senté con el entrevistador, lo primero que me soltó fue: '¿Usted es costeño, no?' Me sentí como un gusano. Vi la discriminación directa, y por un momento, quise pararme e irme."

​Mi hermano se inclinó, escuchando con atención. "Pero no lo hice. Usé la disciplina. Pensé en la ladrillera, pensé en mis padres y pensé en el cartón helado donde dormimos anoche. Y mi rabia se convirtió en mi mejor arma. Respondí cada pregunta con una seguridad que no sabía que tenía, defendiendo mi vida como si fuera mi hoja de vida."

​Les conté de la sorpresa, del 'Vaya a exámenes', y de la locura de la llamada para que volviera. Saqué el papel doblado, lo desdoblé con manos temblorosas y lo puse en el suelo.

​"Miren. Firmé. Tengo trabajo. Empiezo la mañana."

​La Promesa del Colchón

​La reacción fue inmediata. Sullys solto un sollozo de alivio y se lanzó a mis brazos. El abrazo no fue romántico; fue una fusión de cuerpos agotados y victoriosos. Lloro en mi hombro, y su llanto liberó todo el miedo que habías guardado desde que subimos a ese bus. Mi hermano nos palmeó la espalda, su sonrisa era la más genuina que le había visto desde que llegamos a Bogotá.

​Nos sentamos los tres a revisar las cláusulas del contrato, el sueldo, la fecha de pago. La cantidad no era una fortuna, pero era estabilidad, era más de lo que jamás gané en la ladrillera.

​"Bueno, Kevin, ahora la pregunta importante," dijo mi hermano, con su pragmatismo costeño.

​"Lo sé," le dije, mirando a Sullys. "Con el primer sueldo, lo primero que compramos no es comida elegante. Es un colchón. Un colchón de verdad, para que no volvamos a sentir el frío del cemento. Y luego, el semestre de Sullys. Ese es el trato."

​En ese cuarto vacío, sobre ese colchón de cartón, sentí que nuestra vida, por primera vez, tenía un fundamento sólido. Habíamos vencido el prejuicio, el hambre inicial y el pánico. La lucha por el futuro ya no era una fantasía; era una realidad sellada con tinta. El sacrificio de la vereda, el adiós a mis padres, y el trauma de la llegada, por fin, habían encontrado un significado.