Cuando Kevin regresó al cuartico y gritó: "¡Lo logré!", sentí que el alma me volvía al cuerpo después de semanas de exilio. La tensión que me había endurecido el pecho desde que dejamos la vereda finalmente se rompió. No grité de alegría; sollocé.
Me lancé a sus brazos. Fue un abrazo desesperado, no romántico. Era la fusión de dos personas que acababan de ganar una batalla de supervivencia. Sentí su calor, su sudor, y mi llanto fue una liberación total de todo el miedo que había guardado: el miedo a la pobreza, el miedo al fracaso, el miedo al frío del suelo. Él me había prometido un futuro digno, y ese abrazo era el primer pago.
Lo separé un poco para mirarlo. Sus ojos estaban cansados, pero había una luz que no le había visto desde el día que firmamos en la vereda.
"Ya no más cartones, ¿verdad?", le pregunté, y la voz se me quebró. Esa era la verdadera victoria. No era el sueldo; era terminar con la humillación de dormir en la basura en medio de Bogotá.
Él me besó la frente con una seguridad renovada. "Nunca más, mi amor. Ese colchón de cartón fue el último de nuestra vida."
La Promesa en Tinta
Mi mirada se clavó en el papel que sostenía mi hermano. Ese contrato era más que un trabajo de seguridad. Para mí, era la llave para reabrir el libro de mi vida. Recordé el dolor de dejar mis estudios de Enfermería a un semestre de terminar, solo para poder acompañarlo.
"Ahora sí vamos a poder empezar a ahorrar de verdad," le dije, tomando su mano y apretándola con la fuerza que me da la esperanza. "Ese colchón que compras con el primer sueldo es el primer paso, sí. Pero el siguiente paso es mi universidad, Kevin. Lo prometiste."
Kevin asintió, su rostro era una declaración de intenciones. "Lo prometí. Tu futuro es mi primer ascenso, Sullys. Este contrato es la herramienta."
Mi hermano se unió a nuestro abrazo, y la risa y las lágrimas se mezclaron en el pequeño cuarto. En ese momento, no éramos solo Kevin y yo; éramos un equipo de tres que había burlado a la miseria. Ver a mi esposo regresar con un contrato a pesar del desprecio del entrevistador, a pesar del cansancio, a pesar de la ciudad que nos odiaba, me llenó de un orgullo feroz.
La incertidumbre había terminado. El frío seguía allí, pero sabíamos que pronto compraríamos ese colchón y que yo regresaría a mis libros. La esperanza, por fin, se había convertido en una fecha de pago para ambos.