Los primeros días en el trabajo fueron tan duros como nuestra llegada a Bogotá. El ambiente era espeso, pesado, como el aire antes de una tormenta. Sentí la misma hostilidad helada que había percibido en el entrevistador el día que me preguntó si era "costeño". La alegría de la firma del contrato se desvaneció, reemplazada por la sensación de que, una vez más, la vida nos ponía un obstáculo monumental en el camino.
El puesto al que me asignaron inicialmente era solitario y cargado de indiferencia. Mis nuevos compañeros me miraban mal; no era solo una falta de amabilidad, era un rechazo activo. Sentía sus ojos sobre mí, juzgándome por mi acento, por mi uniforme nuevo, por ser el recién llegado. Nadie me dirigía la palabra si no era estrictamente necesario. Me hacían sentir que no encajaba, que mi victoria en la entrevista era un error de la empresa. Cada hora de guardia era un tormento psicológico, una repetición constante del temor a que, finalmente, me dijeran que todo había terminado. Pensaba en las horas que pasé perdido, en el esfuerzo por memorizar el camino, y me preguntaba si valía la pena este martirio emocional por un sueldo.
Llegaba a casa agotado, no tanto por las horas de pie, sino por el peso de la soledad y el rechazo, Sullys, notaba mi desánimo, pero su silencio y tu apoyo eran mi único refugio. Me desamarraba las botas y me preguntaba si había llegado bien, sabiendo que esa era la única pregunta que importaba después de perderme.
La Llamada que Cambió el Destino
Después de tres días de sentirme solo en un mar de rostros indiferentes, me llamaron a la oficina de talento humano. Mi corazón se encogió de inmediato. "Es el fin," pensé. El pánico me inundó. Si me despedían ahora, ni siquiera habíamos tenido tiempo de ahorrar para el colchón; volvíamos a cero, y la humillación sería demasiado grande.
Entré a la oficina con la cabeza gacha, esperando la sentencia. Pero el tono de la mujer que me atendió fue neutro. "Lo vamos a cambiar de puesto," me dijo, y el alivio fue tan repentino que casi me caigo. No era un despido, sino un movimiento. Me dio una nueva dirección, un nuevo punto de trabajo en un edificio diferente de la misma empresa.
Llegué a mi nuevo lugar y el ambiente era totalmente diferente. La luz parecía más cálida, la gente se movía con una energía distinta, y no había esa rigidez fría. Entré con la cautela de un animal herido, esperando el mismo trato.
El Primer Rayo de Sol en Bogotá
Pero lo que recibí fue una sonrisa.
Un compañero, con una barba bien cuidada y un tono amable que contrastaba con los gritos a los que me había acostumbrado, se acercó de inmediato. Me saludó con una palmada en el hombro, me preguntó mi nombre y me dijo: "¡Bienvenido al equipo, compañero! Por fin llega el refuerzo."
La diferencia era abismal. La gente me miró, no con desprecio, sino con curiosidad. Me explicaron mi trabajo con una paciencia que me conmovió; me incluyeron en las bromas internas, me preguntaron de dónde venía. Por primera vez desde que llegué a esta ciudad gigantesca, sentí que era un ser humano, no un intruso. Me hicieron sentir bienvenido, como si hubiera llegado a la oficina correcta desde el inicio, como si el destino me hubiera desviado intencionalmente solo para probar mi aguante.
A partir de ese momento, las cosas empezaron a salir bien. El trabajo ya no era un tormento psicológico, sino una fuente de estabilidad y, por fin, de paz. Mi mente dejó de estar ocupada en defenderme de mis compañeros y se enfocó en el futuro. Ahora sabía que el sueldo que tanto nos costó obtener estaba seguro. La lucha continuaba, sí, pero ya no estaba solo, ni contra el mundo, ni contra mis propios compañeros. Estaba en un equipo, y eso, en Bogotá, era tenerlo todo.