Siempre he sido una persona muy curiosa y entrometida. Por eso, a mamá le encanta darme lecciones y a mí escucharlas, claro. Crió a una amante de los simbolismos, el más allá, lo paranormal, lo misterioso, lo extraño, las preguntas sin respuestas. Pero sus advertencias resuenan en mi cabeza todos los días. Hay que ir con cuidado. Seguido me repite: La prudencia no siempre salva, pero la falta de ella siempre cobra su precio.
Me enseñó que la magia no era un juego como creía de pequeña. Pero más importante aún, a no compartirla con cualquier desconocido. Esa era la más grande imprudencia de todas.
—No siento nada —murmura Ingrid.
—Silencio.
Llevamos quince minutos con los ojos cerrados, intentando comunicarnos con los demonios que rondan el portal de almas.
—Escucha mi voz, antiguo guardián del fuego oculto —repito por décima vez, pero no da señales de querer escuchar.
A estas alturas, hasta la sensata —bueno, al menos lo es más que yo— de Ruth, se remueve con inquietud. Su apariencia desaliñada y, según la engreída de Katie, oscura, no es más que una preferencia hacia la moda punk. Hubo pocas ocasiones en que se permitió perder los estribos. Por ejemplo, la semana pasada, Paul Dunkan y sus amigos me hicieron una emboscada en el patio trasero durante la hora de la comida. Puede que me hubiera escabullido del almuerzo para fumar marihuana —estamos en los 90’ la gente ya debe superar su manía contra la hierba—, pero no tenían derecho a seguirme. Es su costumbre, para ellos tanto como para mí, el acoso escolar, las risas burlescas, lágrimas saladas, la boca llena de bollos de papel, el rostro dentro del retrete, miradas de odio, insultos respecto a si mantengo mi pureza o soy una zorra, labios presionados y a centímetros del excremento de perro sobre el césped mientras gritan “conviértelo en un pene, bruja” o “¿qué harás? ¿Salir volando en tu escoba?”, uno que otro golpe, etc.
A ellos les divierte que intente defenderme, que les devuelva cada ataque. No consiguen derribarme, eso es otra cosa que anhelan. Porque soy superior. Soy la mejor de cada clase, los profesores me estiman, tengo el mejor comportamiento, las calificaciones más altas y lo alardeo en sus caras. Todo el tiempo.
El punto molesto de aguantar el hostigamiento, está en la fatiga de Ruth. Con ella, solo son un par de gritos. Conmigo es que están empeñados.
Presenciar esas escenas ha sido su detonante desde que iniciaron. Le he dicho ciento de veces que no necesito que me defienda, puedo sola. No me hace caso.
“Si te molestan a ti, me molestan a mí, Liz. Entiéndelo” a repetido incontables veces.
Es una mierda, pero con los años, la situación nos ha unido más. Ha creado entre nosotras un vínculo de hermandad sin igual. Y es un alivio, sin Ruth no existiría nadie en mi vida para salvarme de una caída en picada hacia el pozo de la locura. Si no es que ya hemos descendido juntas.
—Liz —me lanza una mirada significativa— ¿Y si no funciona?
—Debe funcionar —remarco. Se muerde la mejilla sin apartar la vista. Pensamos lo mismo. Toma aire y asiente.
—Entonces ya sabemos qué hacer.
—Exacto —afirmo tajante.
—Plan B.
—¿Plan B? —pregunta Ingrid con voz temblorosa. Tengo el impulso de mirarla mal pero me centro en los movimientos de Ruth que ya está de pie. Abre el mismo armario, con orillas desgastadas, de donde saqué antes las velas oscuras. Se pone en cuclillas, estira los brazos y, al fondo, en la esquina más solitaria del mueble, cubierta por abrigos largos, saca una caja de zapatos. Vuelve a su lugar y se sienta de piernas cruzadas, con la caja sobre su regazo. Alterna la vista entre las dos: yo, paciente; Ingrid, lo opuesto.
—Tiene agujeros —murmura.
—Que observadora, Einstein —ironizo.
—¿Qué es esa caja? ¿Para qué necesitarían hacerle agujeros?
Ruth la abre y mete la mano mientras responde:
—Para que el gatito respire.
Un pequeño peludo maúlla en las manos de mi amiga. Ella acaricia su espalda con las garras acrílicas rojas y negras. El gato tiene los pelos oscuros de punta, como si sus instintos gritaran el destino que esas manos engañosas quieren otorgarle.
—No lo comprendo. Esta es mi iniciación, ¿para qué necesitamos un gato?
—Es necesario un alma pura e inocente para que los espíritus que vagan cerca sean atraídos —explico.
—No lo sacamos antes para no poner en riesgo al pequeño. Pero en vista de que nuestras palabras no bastan…—sigue acariciándolo. El animal intenta escabullirse de entre sus dedos sin éxito.
—Pero…
—¿Pero qué? —lanzo.
—Pero —traga saliva— ¿no le pasará nada, verdad?
Otro rugido que hace parpadear el cielo nos distrae. Ingrid salta en su lugar. Si antes estaba pálida, ahora es transparente. Muerdo mi labio, cansada de tener que reprimir las burlas que se merece. ¿Un par de velas, lluvia y un gato la espantan? No soportaría ni un día en mi vida.
—No. Solo mantengamos la atmósfera de forma adecuada. Volvamos a nuestras posiciones —extiendo la mano hacia Ruth. Nos miramos fijo unos segundos antes de dejar al animal justo al lado de la ouija, en medio del círculo y unir su palma a la mía.
Se repite la escena del principio, esperamos a que la rubia cobarde sea menos cobarde. Y vuelve a dudar lo suficiente para hacerme espetar:
—Oh, ¿otra vez?
—Ingrid…
La chica tartamudea:
—¿Están seguras de que…?
—Sí, lo estamos, ¿ya te echaste atrás?
—No, no me hecho atrás. Lo…lo siento, estoy lista.
Le lanzo una mirada exasperada a Ruth, la suya intenta apaciguarme. Con todas las manos entrelazadas, tomamos un respiro y cerramos los ojos.
—Bien. Repitan todo después de mí —carraspeo— Somos el aquelarre Wick. Escucha mi voz, antiguo guardián del fuego oculto.
Me imitan.
—Esta noche, te ofrecemos la pureza envuelta en un alma inocente.
Repiten mis palabras. De acuerdo, ahora viene lo clave. Esta es la parte en que defraudo a mi madre.
Editado: 22.10.2025