La esperanza, para mí, es abrazar una posibilidad y esperar que se haga realidad, aunque las estadísticas digan lo contrario.
En el primer mes, los médicos se mostraban poco optimistas, pero decían que podrías recuperarte, que tengamos esperanza.
Cuando se cumplieron los tres meses y aún no despertabas, ellos fueron más sinceros, las posibilidades marcaban un 60% y un 40%. El número mayor indicaba que no despertarías y el menor decía que si lo harías, decidí creer en el porcentaje menor, mi corazón abrigaba ese deseo con firmeza y para tu tía era igual.
Una nueva estación llegó, seis meses se contaban ahora, la palabra “esperanza” empezaba a perder sentido. ¿Era siquiera algo racional? O una tontería, a la que los demás se aferran, ante una posibilidad improbable.
Tía era una mujer diferente, lucia más delgada y un poco pálida, había dejado de llorar porque decía que quería ser fuerte para cuando su sobrino despertará. Y, papá, pasaba las tardes acompañándola, mientras yo estaba en clases.
Ninguno de los tres hablábamos del cansancio que sentíamos, o del miedo que teníamos a no volverte a ver, y nos quedábamos callados mientras esperábamos que un milagro pasara, que de pronto los doctores dijeran que despertaste; entonces correríamos hacia tu habitación, y tú sonreirías, extendiendo tus brazos, recibiéndonos con calidez.
El día esperado había llegado. Me encontraba todavía sobre su pecho, las lágrimas se habían quedado congeladas en el recorrido por mis mejillas, entonces levante la mirada.
Después de tanto tiempo, su rostro lucia resplandeciente, su sonrisa se formaba en amplia de a poco, parecía algo adormecido; pero estaba consciente, estaba de vuelta.
No me había dado cuenta de que con la mano que tenía libre había dado pequeños golpes sobre su pecho, hasta que sentí que bajaba del aire siendo sujeta por él.
—Tienes mucha fuerza ¿Sabías? ¡Eso dolió!— esbozó una sonrisa burlona fingiendo dolor.
—¡Me hiciste esperar mucho! —Lo abrazo con más fuerza, dejándolo casi sin aliento—. —¡Te amo!— susurró en su oído, notando como su oreja cambiaba a un tono rojizo, nunca pensé que se podría enrojecer en ese lugar.
—¿Estaré ya en el cielo? ¿Acaso morí tan joven y guapo? Si ese es el caso, creo que me quedaré aquí con este bello ángel— su sonrisa no se desvanecía, permanecía intacta en su rostro.
—¿En el cielo? ¿Guapo? ¡Qué engreído eres ahora! Aun así, si te ayudaré a descubrir si estás en el cielo o no— Leyla enredó sus brazos en la nuca de Santiago, y junto a sus labios a los ajenos, depositando un casto beso.
—¿Así que no es el cielo? —sonrió en grande, sintiendo su corazón descontrolarse al instante—. —¡No llores más! Estoy aquí— Ella secó sus lágrimas y dejo un suave beso en sus párpados, lo que menos quería en ese momento, era verlo llorar.
—Prométeme que nunca más me dejaras sola por tanto tiempo— pidió en queja, haciendo pucheros e intentando controlar sus propias lágrimas con eso.
—¡Nunca más! Gracias por esperarme— acarició su mejilla, apreciando hasta el más mínimo detalle de su rostro, como si fuera la primera vez.
—No sabes cuanto espere por este momento— Ahora ella estaba recibiendo la respuesta a su anterior beso, sus labios se movían con más intensidad e incrementaba a cada segundo, era un beso desesperado, necesitado.
Sus brazos se aferraban con fuerza a su fina cintura, sintiendo perderse en ese agarre. No estaba dispuesto a soltarla, se sentía tan bien tenerla entre sus brazos, sintiendo que nada ni nadie podría separarnos en ese momento.
—¡Espera! No vayas tan rápido— Se alejó un poco, lo suficiente para respirar y tranquilizar su agitado corazón.
—Tú me besaste primero y yo siempre quise estar contigo así, dándote todo de mí y siendo correspondido de la misma forma. ¡Te amo demasiado!— acunó su rostro sintiendo derretirse de amor, así que decidió parar, aflojó un poco su agarre en ella, pero entrelazo sus manos, aún indispuesto a soltarla del todo.
—¡Yo también te amo!— confesó por segunda vez, sintiéndose bastante nerviosa. No se acostumbraría pronto a decirlo; pero le gustaba verlo sonreír cuando lo decía.
—¿Así qué me amas? ¡Qué afortunado soy por tener a este bello angelito!— levantó la voz juguetón, sin importarle quién pueda escucharlos desde afuera.
—¡Basta! Me da vergüenza, yo te amo mucho; pero no lo digas a los cuatro vientos— Los tonos rojos empezaban a tornar su rostro por completo.
—Pero eres muy linda cuando estás avergonzada—
—¡Santiago!— dijo en reproche, sentía todo su rostro arder de la vergüenza, estaba segura de que afuera estaban escuchándolos.
—¿Ya no soy Santi?— Sus labios formaron un puchero, fingiendo tristeza.
—¡Eres un niño mimado!— Deposito nuevamente un casto beso haciéndolo sonreír de nueva cuenta.
—¡Lo sé! Pero tú me haces aún más mimado—
—¡Sí, lo admito! Es mi culpa; pero por mí está bien— sonrió cómplice.
—¡Mi niño!— La tía Yuni había entrado a la habitación con lágrimas en sus ojos, los doctores ya le habían dado las buenas noticias, así que corrió de inmediato a abrazarlo.
Todo ese tiempo había estado en emergencia, siendo atendida por un leve desmayo, pero al escuchar que su sobrino despertó no dudo en salir de ahí. De pronto se sentía mucho mejor.
El Señor, a cargo de la investigación del accidente de su sobrino, había llegado para saber como iba el chico, y la encontró caminando sujeta a las paredes, tenía la vista nublaba y parecía débil, no se había estado alimentando muy bien y parecía que eso estaba surtiendo efecto en su salud. Cuando la vio debilitarse, corrió en su ayuda y pudo sujetarla a tiempo.
La enfermera había insistido en colocarle un suero, pero ella no quería alejarse mucho tiempo de su sobrino. Quería estar allí, apenas despertara, así que solo pudo convencerla de que se quedara a descansar unos cuantos minutos.
Editado: 03.02.2025