Nuestro Dolor

parte 1 — El silencio que dejó su nombre

Capítulo 1...

El edificio siempre había crujido, pero aquella mañana sus gemidos parecían diferentes, como si también él hubiese amanecido cansado de sostener tanto peso. Las paredes, húmedas y desgastadas, mantenían el olor rancio de los inviernos pasados. Yo caminaba por el pasillo con el corazón latiéndome en la garganta, sintiendo que cada paso despertaba ecos que no quería escuchar.

Había aprendido desde niña que el silencio puede ser más violento que los gritos. El silencio fue lo que quedó cuando mi madre se marchó; un portazo débil, casi tímido, y luego nada. A veces creo que ese sonido fue la primera grieta en mi interior. A partir de entonces, cada persona que entró en mi vida lo hizo con la fecha de caducidad escrita en los ojos.

Esa mañana, al cruzar hacia la escalera del edificio, la ventana del descanso mostraba la ciudad con su gris habitual, como una promesa de que nada cambiaría. Me aferré a esa idea. Lo constante, aunque triste, siempre duele menos que lo impredecible.

Me detuve frente al vidrio. Sabía que si me observaba demasiado tiempo, la imagen terminaría fragmentándose y revelando lo que intento ocultar incluso de mí misma: el temblor en mis manos, el cansancio que no proviene del cuerpo, la sombra insistente de aquello que nadie ve pero que siempre está conmigo.

Respiré hondo. Fue entonces cuando escuché los pasos.

Supe que eran los suyos antes de que apareciera. Yo conocía ese ritmo, esa cadencia contenida, como quien aprende a caminar sin dejar huellas. No necesitaba verlo para reconocerlo; lo había esperado demasiado tiempo, odiado demasiado tiempo, amado incluso cuando no debía.

—Sabía que estarías aquí —dijo su voz, una mezcla extraña de arrogancia y cansancio.

No me giré. La ventana servía como un refugio, aunque frágil.

—No debería estarlo —respondí, intentando que mi voz no temblara—. Y tú menos.

Él rió, una risa seca, carente de cualquier rastro de alegría. Era una risa que había aprendido en algún lugar donde la confianza se convertía en arma.

—Las cosas no salen como deberían —contestó, acercándose—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Sí. Yo lo sabía. Él había sido la prueba más reciente de ello. La última persona en quien confié, la última que me dejó caer sin avisar.

Cuando al fin me giré para enfrentarlo, sus ojos —siempre tan difíciles de leer— parecían ahora dos pozos oscuros donde no cabía el arrepentimiento. Supe, con la claridad dolorosa de un presentimiento, que venía a reclamar algo que nunca fue suyo: mi culpa.

No dijo más, pero no hacía falta. Entre nosotros se erguía el recuerdo de esa noche: la traición, la puerta cerrada, la habitación donde quedé sola entre sombras demasiado familiares. El abandono tiene un olor, uno ácido, metálico, que se aferra a la piel durante años.

Él dio un paso hacia mí.

—Necesito que hablemos —dijo.

Yo di un paso atrás.

—Yo no. Lo que tenía que romper ya está roto.

El silencio volvió a ocupar el espacio entre nosotros, pesado e incómodo. Pude ver su mandíbula tensarse. Entendí entonces que él también cargaba con sus propios espectros, aunque fueran distintos a los míos. La diferencia era que yo ya no quería compartir los míos con él.

—No vine a hacerte daño —murmuró.

—Entonces lárgate.

Él dudó. Lo vi. Y por un instante, una parte de mí —la misma que siempre buscó rescatar a quienes no podían rescatarme a mí— quiso extender la mano. Pero esa parte estaba cansada, casi muerta.

Finalmente, él bajó la mirada, como quien acepta una condena. Dio media vuelta y se marchó por el mismo pasillo por el que había llegado, dejando tras de sí un silencio más espeso que antes.

Me quedé frente a la ventana, respirando lentamente.

Cada día es un nuevo desafío, decía una frase que alguien había pintado sobre la pared, ahora casi borrada. Cada día puede ser distinto.

Pero en ese momento supe que algunos días nacen ya condenados. Y que hay heridas que no buscan cerrarse, porque en el fondo saben que lo único que las mantiene vivas es el dolor que las originó.

Y yo aún no estaba lista para dejar ir ese dolor.




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