Capítulo 3
Tenía la mano en el picaporte, pero era como si mis dedos no respondieran. El metal frío bajo mi piel parecía un recordatorio: abrir esa puerta iba a helarme por dentro. Cerrarla, en cambio, ya no servía de nada. Él había encontrado otra manera de entrar.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros, apenas interrumpido por la respiración contenida que me esforzaba por controlar. Mi mente se llenó de posibilidades, todas peores que la anterior. ¿Y si esta vez no quería hablar? ¿Y si había venido a reclamar algo más que palabras?
Dí un paso atrás.
—No puedes seguir apareciendo así —dije finalmente, sin abrir la puerta—. No puedes entrar a mi casa.
Hubo un largo segundo en el que no escuché nada. Después, su voz llegó más suave, como si intentara sostener algo frágil entre las manos.
—La puerta estaba sin candado.
Tragué saliva.
Él sabía perfectamente qué significaba eso.
Cuando vivíamos juntos, siempre me repetía que dejar la puerta sin llave era una invitación a los fantasmas. Yo solía reírme, sin comprender que él hablaba de sí mismo sin darse cuenta. Ahora, en cambio, sentí cómo ese único descuido me envolvía como una cadena que yo misma había forjado.
—No justifiques lo injustificable —respondí.
—No estoy justificando nada —contestó él—. Solo estoy diciendo la verdad.
La verdad. Esa palabra que siempre fue un arma más en su repertorio.
Me apoyé contra la pared, sintiendo las piernas tensas, listas para correr aunque no supiera hacia dónde.
—No voy a abrir —dije, y esta vez mi voz sonó más firme—. Lo que tengas que decir, dilo desde ahí.
Una pausa. Luego un suspiro.
Ese suspiro que siempre odié porque sonaba a resignación, pero también a algo parecido al dolor.
—Muy bien —dijo—. Pero no esperes que me vaya después.
Apreté los dientes. Él nunca fue bueno aceptando límites.
—Esa noche —comenzó— no fue como tú crees.
Las palabras me golpearon con fuerza. Todo mi cuerpo reaccionó al instante, como si un resorte se hubiera tensado dentro de mí. Él sabía qué cuerdas tocar. Sabía cuál era la herida exacta.
Y aun así lo hacía.
—No quiero hablar de eso —escupí.
—Pero yo sí —contestó, sin perder la calma—. Y no porque crea que te debo una explicación. Sino porque necesito darte una.
Me quedé inmóvil.
Esa frase… no sonaba a él. No del todo. Había algo diferente en su tono. No vulnerable, no arrepentido… pero sí contenido. Como si arrastrara algo desde lo más profundo, algo que le costaba articular.
—¿Para qué? —pregunté, agotada—. ¿Para que te perdone? ¿Para que sientas que hiciste lo correcto? ¿Para dormir mejor por las noches?
—Para que dejes de culparte —respondió.
Me quedé sin aire.
Porque, de todas las respuestas posibles, esa era la única que no estaba preparada para escuchar.
—Yo no me culpo —mentí.
—Siempre lo haces —dijo él con suavidad—. Incluso cuando no deberías. Sobre todo cuando no deberías.
Me aparté de la puerta como si me quemara. No podía permitir que esas palabras me tocaran. No podía dejar que se filtraran por las grietas que tanto trabajo me costaba sellar.
—No tienes idea de lo que siento —dije.
—Sé más de lo que crees.
—No. No lo sabes. No estabas ahí.
Un golpe seco, involuntario, quebró su compostura del otro lado. No fue una agresión. Fue un gesto. Un movimiento que nació del cansancio.
—Estaba ahí —susurró.
Mi piel se erizó.
Él nunca había dicho eso. Nunca se había atrevido a pronunciar esas tres palabras. Y si lo hacía ahora, era porque algo había cambiado… o porque algo más estaba por romperse.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté, con un hilo de voz.
El silencio que siguió fue tan profundo que pude escuchar mi propia respiración fragmentándose.
—Esa noche —repitió, cada sílaba pesando como un golpe— no te dejé sola. Aunque nunca lo supiste.
Mis manos comenzaron a temblar.
No quería escucharlo.
No quería saber.
Porque si había una verdad escondida, significaba que todo lo que había reconstruido sobre ese recuerdo podía desmoronarse de inmediato.
—Si estuviste ahí —dije, con el corazón ardiendo— ¿por qué te fuiste cuando más te necesitaba?
Del otro lado, él respiró hondo.
—Porque no podía quedarme… y porque si lo hubiera hecho, habría sido peor.
Mis ojos se llenaron de lágrimas por una mezcla venenosa de furia, miedo y confusión.
—Eso no tiene sentido.
—Lo sé. —Una pausa— Y por eso tengo que contarte la verdad. Toda.
Me quedé quieta, sin mover un músculo.
Algo en su voz —no su tristeza, no su culpa… sino su determinación— me dijo que lo que estaba por revelar no era un intento de manipulación.
Era algo que él había cargado durante mucho tiempo.
Algo que podría cambiarlo todo.
O romperlo para siempre.
Apreté el picaporte.
Ya no temblaba.
Y aunque todavía no lo giré, sabía que estaba a un segundo de hacerlo.
—Entonces habla —dije—. Pero si lo que digas no coincide con lo que recuerdo, te juro que esta vez sí te vas a ir para siempre.
Él no respondió de inmediato.
Y en ese silencio… supe que estaba reuniendo el valor para derrumbar cualquier cosa que quedara en pie entre nosotros.
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pasado irremediablemente en el presente, dolor confusión y sentimientos, daños psicologicos
Editado: 21.11.2025