Nuestro Dolor

Parte 1 — El umbral donde todo tiembla

Capítulo 5

El picaporte quedó entre mis dedos como un puente frágil, un límite incierto entre el adentro y el afuera, entre lo que fui y lo que todavía no sé si puedo ser. La puerta seguía casi cerrada; apenas un respiro de aire la separaba de él.

No lo veía, pero podía sentirlo.
Siempre pude.
Ese fue el problema.
Ese fue el don.

—No quiero que entres —repetí, más para convencerme a mí misma que para detenerlo.

—No voy a entrar —prometió él con una voz demasiado suave, como si temiera que cualquier palabra más alta pudiera quebrarme por completo.

Me odié por escuchar en ella un matiz que conocía: cuidado.
Me odié porque una parte de mí lo necesitó alguna vez.
Me odié porque esa parte todavía respiraba.

Apoyé la frente contra la madera, sintiendo el frío del barniz antiguo. Él debía estar haciendo lo mismo del otro lado; lo presentí por la manera en que su sombra parecía vibrar, por la forma en que su silencio se ajustó al mío.

—¿Por qué ahora? —pregunté.

—Porque ya no sé cómo seguir cargando lo que callé —respondió—. Y porque tu silencio… siempre me fue más insoportable que tu rabia.

Mis dedos se crisparon.
Él siempre supo decir justo lo que no debía.
No por manipulación, sino por una torpeza emocional devastadora.

—No quiero abrir —murmuré.

—No te lo estoy pidiendo.

—Pero estás aquí.

—Sí —admitió—. Y no sé cómo irme.

Tragué saliva.
El corazón me golpeaba tan fuerte que casi escuchaba el eco en la madera.

—No es justo —susurré.

—No —dijo él—. Nada de lo que pasó entre nosotros fue justo. Ni para vos, ni para mí.

Ese “para mí” me punzó como un dardo envenenado.

—No te compares conmigo —le espeté.

—No lo hago —respondió sin elevar la voz—. Yo elegí mis errores. Vos cargaste con las consecuencias.

La crudeza de su sinceridad me dejó sin palabras.
Porque no era la clase de frase que uno usa para justificarse.
Era la clase de frase que dolía incluso al pronunciarla.

—¿Qué querés de mí? —pregunté con un hilo tenso de exasperación, de cansancio, de miedo—. ¿Qué estás buscando?

Hubo un silencio largo. Tan largo que pensé que no iba a contestar.
Cuando lo hizo, su voz llegó quebrada de una manera que jamás le había escuchado.

—Que me mires —dijo—. Aunque sea una última vez.
—Para que —respiró hondo— para que me creas.
—O para que no pueda mentirme más y aceptes que ya terminé para vos.

Mis piernas temblaron.

Eso sí era nuevo.
Eso sí me atravesó.

—No sé si estoy lista —admití, y mi voz por fin se sinceró.

—Yo tampoco lo estoy —contestó él.

La madera vibró un poco bajo mi frente.
Era él.
Su respiración.
Su presencia contenida, intentando no empujar, no avanzar, no romper nada más.

—Si abro la puerta —dije— no va a ser para volver.

—Lo sé.

—Y tampoco va a ser para perdonarte.

—No vine por perdón.

—¿Entonces para qué?

Él tardó.
Demasiado.
Y cuando habló, su respuesta cayó como una confesión que había esperado años.

—Para que puedas mirar la verdad sin pensar que esa noche te fallé por cobardía —susurró—. Y para que dejes de odiarte por haberme echado cuando vos también necesitabas que me fuera.

Sentí un vacío en el estómago, un vértigo que me obligó a apoyar ambas manos contra la puerta.

—No te odio —dije, respirando como si me faltara aire.

—Lo sé —respondió él—. Y eso es, justamente, lo que más te duele.

Mis dedos resbalaron un poco sobre el picaporte.
Un movimiento mínimo.
Un susurro de metal.

La puerta cedió apenas un milímetro más.

Pude sentirlo del otro lado: quieto, inmóvil, intentando no acercarse.
Como si temiera romper algo con solo respirar.

—Si vas a abrir —dijo con un tono que reconocí como temblor— hacelo porque querés saber la verdad.
—No porque tengas miedo.
—Y no porque me extrañes.

Su sinceridad me desarmó de una forma que nada más podría haber hecho.

Un silencio tibio se instaló entre nosotros.
No cómodo.
No seguro.
Pero verdadero.

Respiré hondo.
Me limpié las mejillas, aunque no recordaba haber empezado a llorar.

Y entonces dije:

—Voy a abrir.
Pero lo que pase después… lo decido yo.

Escuché cómo él contenía el aire.
No era alivio.
No era triunfo.
Era otra cosa: un miedo antiguo, profundo, humano.

Puse la mano sobre el picaporte.
Lo giré despacio.

La puerta, por fin, comenzó a abrirse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.