—Narrado por Anny—
La tarde avanzaba lenta.
Muy lenta.
Como si el tiempo supiera que algo no estaba bien.
Zoe había llegado hacía media hora, como siempre, con su energía escandalosa y ese corazón enorme que no sabe quedarse al margen.
—¡¿Dónde está mi bebé precioso que se puso malito?! —gritó desde la puerta, entrando con una bolsa de helado en una mano y un dinosaurio de peluche gigante en la otra.
Colyn sonrió apenas, todavía pálido, pero más animado. Lo abrazó sin fuerza, y Zoe lo llenó de besos como si pudiera curarlo con cariño.
Yo traté de sonreír también… pero algo dentro de mí no me dejaba.
El silencio.
La espera.
Cody no había llamado.
No había escrito.
No respondía.
Y cuanto más pasaban las horas, más sentía ese miedo sordo en el estómago que crece sin hacer ruido… hasta que ya no te deja respirar.
Me senté en el sofá, apretando el celular en la mano como si fuera a explotar.
Miré la pantalla por décima vez.
Nada.
—¿Y Cody? —preguntó Zoe mientras ayudaba a Colyn con su vasito de jugo.
—Está en el hospital. Su papá —respondí—. Pero no sé nada desde que se fue.
—Va a estar bien, Anny. Ya vas a ver.
Asentí. Pero no la creí.
Porque la forma en que se fue.
La forma en que no llamó.
El silencio.
El celular vibró.
El corazón se me fue a la garganta.
“Mi Chico Lindo💙”
Mi dedo tembló cuando contesté.
—¿Amor?
Hubo un segundo de silencio… y luego su voz.
—Cerebrito… —susurró Cody, con una voz apagada, tan baja que apenas era suya.
—¿Cody qué ocurrió?
Un suspiro.
Un silencio más largo.
Y luego lo dijo.
—Se fue.
Eso fue todo.
Dos palabras.
Dos malditas palabras.
Sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones, como si alguien me hubiera golpeado en el pecho con un mazo.
—Voy para allá —logré decir, aunque mi voz sonaba tan rota como supe que lo estaba él.
Corté.
Zoe me miró desde la cocina, preocupada.
—¿Anny? ¿Qué pasó?
—Tengo que ir al hospital —respondí, ya agarrando las llaves, buscando mi bolso a ciegas—. El papá de Cody… falleció.
Zoe se quedó en silencio.
Incluso Colyn pareció quedarse quieto por un segundo.
—Yo me quedo con él, tranquila —dijo ella al fin—. Anda, ve con Cody.
Solo pude asentir.
El pasillo del hospital era largo, blanco y maldito.
Ya lo odiaba antes. Ahora lo detestaba.
Cuando llegué a la sala de espera, lo vi.
Cody estaba de pie, apoyado en la pared, con los hombros caídos y la mirada perdida en un punto invisible. Parecía un niño. Un niño al que le acababan de quitar el mundo.
Me acerqué sin decir nada.
Él me vio.
Y se desplomó en mis brazos.
—Se fue, Anny —dijo contra mi cuello, con la voz hecha cenizas—. Se fue y yo… no le dije nada. No le dije nada.
Lo abracé fuerte, con todo.
Como si pudiera sostenerlo entero con mis brazos.
Como si eso bastara para detener el derrumbe.
Y lloramos.
Ahí.
Juntos.
Rotos.
Porque hay momentos que te rompen.
Hay pérdidas que no entiendes hasta que te atraviesan.
Y hay silencios…
Que duelen más que cualquier grito.
Editado: 16.09.2025