Nuestro Futuro. ¿embaraza? La Nerd

Capitulo 18: La gran junta directiva.

Narrado por Cody

La puerta del auto se cerró detrás de mí, pero el ruido de los flashes y las voces al otro lado de la acera me golpeó como un puñetazo en el pecho.

—¡Señor!
—¡Señor Montealva, unas palabras!
—¿Qué pasará con el imperio de su padre?
—¿Es cierto que la empresa tiene deudas ocultas?

Reporteros. Cámaras. Micrófonos empujándose entre sí.
Vi sus rostros. Algunos solo buscaban un titular. Otros… olían sangre.

No podía mirar a ninguno.

Apreté la mandíbula, ajusté el saco negro sobre mis hombros y seguí caminando.
No me detuve. No respondí.
Mis pasos resonaban como truenos sobre el mármol de la entrada principal.

El edificio… el de mi padre.
Ahora, también mío.

Entré.

Y los murmullos comenzaron.

—Es el hijo…
—No se parece a su padre…
—¿Estará preparado para esto?

Cada palabra era un golpe invisible en las costillas.
Pero no podía doblarme.

Renata me esperaba en el ascensor. Vestía de gris, carpeta en mano, rostro serio.

—Buenos días, Señor Montealva.

—Cody. Solo Cody.
—No aquí —respondió sin derecho a réplica.

Las puertas se cerraron.

—¿Qué me espera arriba?

—La junta directiva completa. Socios, inversionistas, asesores… y depredadores que huelen sangre desde que su padre cayó.

Un sudor frío me recorrió la espalda.

Mi hijo, mi casa, mi padre muerto…
Y ahora esto.

—Tú puedes, Cody —escuché la voz de Anny en mi mente—. Estoy orgullosa de ti.

Inspiré hondo.

Las puertas se abrieron. El silencio dentro era tan denso que se podía cortar.

Veinte hombres y mujeres.
Brazos cruzados, cejas arqueadas.
Algunos ocultaban su desdén. Otros ni se molestaban.

Vi la silla principal.
La que siempre ocupó mi padre.

Me dolió.
Pero caminé hasta ella sin bajar la mirada.

Renata dejó la carpeta frente a mí y se quedó a mi lado, firme como un muro.
Mi pulso era un tambor en mis oídos.

—Señor Montealva —comenzó un hombre de traje azul marino, unos cincuenta años—, lamentamos profundamente su pérdida… pero comprenderá que la compañía no puede permitirse vacíos de liderazgo.

—Por eso estoy aquí —respondí sin titubear.

—Sí, claro —intervino una mujer, su tono cortante—. Solo que… su experiencia es limitada. Este lugar es un campo de batalla.

Otro murmuró:

—Y los clientes ya preguntan si la empresa sobrevivirá.

—Mi padre murió hace cuatro días —dije, grave, firme—. Enterré al hombre que construyó este imperio. Y no he dormido una sola noche desde entonces.

Silencio.

—¿Creen que estoy aquí porque quiero? ¿Porque me siento listo? No. Estoy aquí porque no tengo opción.

—Estoy aquí porque fue la última promesa que le hice a mi padre.
—Y porque hay un niño de dos años en casa que algún día preguntará qué hice cuando el mundo quiso devorarnos.

Algunos bajaron la mirada. Otros se reacomodaron en sus asientos.

—Así que si alguno cree que voy a desaparecer, que voy a quebrarme, que voy a dejar este lugar en sus manos para que hagan con él lo que quieran…

Me levanté. Lento. Los miré a todos. Uno por uno.

—Están muy equivocados.

La tensión era brutal.
Pero yo ya había caído al fondo del abismo con el cuerpo de mi padre.
Esto… era solo el eco.

Renata susurró:

—Eso fue más que suficiente.

Apenas salí de la sala, el aire volvió a mis pulmones… por un momento.

Mi teléfono vibró.
Cerebrito.
Ver su nombre fue como volver a casa sin moverme.

—Amor… —mi voz sonaba más baja, cansada.

—¿Cómo vas, amor? —preguntó, suave, como temiendo romperme.

—Sobreviví. —Quise sonreír, pero no pude. Miré al frente, al pasillo largo, oscuro, frío—. Lo logré. Pero siento que el mundo va a tragarme.

—Estoy orgullosa de ti —susurró.

No respondí.
No porque no quisiera, sino porque Renata apareció como un vendaval.

—Señor Montealva —interrumpió con su voz afilada—, no tenemos tiempo. La junta fue solo el comienzo.

Le hice un gesto a Anny, aunque ella no pudiera verlo.

—Luego te llamo. Te amo.

—Yo también. Estaremos aquí —dijo antes de cortar.

Renata ya giraba sobre sus tacones y tuve que seguirla.

—¿Puedo al menos respirar? —pregunté con ironía.

—Respire en la oficina. Donde lo hacía su padre —contestó sin mirarme.

La puerta se abrió.

La oficina…
Dios.

Ahí estaba todo:
El perfume de mi papá.
Su sillón.
El portarretratos con mi foto de niño.
Sus libros.
Su mundo.

Ahora, mío.

—Siéntese —ordenó Renata—. No vamos a perder el tiempo.

Colocó un montón de carpetas sobre el escritorio, enumerándolas como si fueran armas.

—Llamadas con socios de Singapur y Berlín.
—Papeles por firmar.
—Acciones que cayeron tras su fallecimiento.
—Clientes nuevos que quieren respuestas.
—Correos urgentes.
—Una nota de la bolsa.
—Y… —añadió otra carpeta— posibles recortes de personal. Su padre lo habría hecho sin pestañear.

Me quedé en silencio.
Tragué saliva.
El cuerpo me dolía.
El alma gritaba.

Pero me senté.
Tomé la primera carpeta.
Y la abrí.

Porque este imperio no iba a sostenerse solo.
Y yo no pensaba perderlo.



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En el texto hay: humor, romance, adultos

Editado: 16.09.2025

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