Nota de la autora
Holis, holis
Sí… lo sé. Pasó muchísimo tiempo desde el final de la historia, ¿verdad?
Pero hoy vengo con un regalito para ustedes.
Este capítulo extra de Cody lo tenía guardado desde hace muchísimo, como un pequeño tesoro escondido. Pasé semanas (semanas infinitas) pensando si debía publicarlo o no, si soltarlo o guardarlo un poquito más…
Pero hoy me arriesgué.
Hoy dije: “¿saben qué? lo van a disfrutar”.
Gracias por seguir aquí conmigo, por leerme, por acompañarme en cada emoción y cada locura de estos personajes que amo tanto.
Espero que disfruten este regalito con todo mi corazón.
Nos vemos muy muy pronto.
Con cariño,
Nery
esta escritora terca, soñadora y llena de drama.
*********
Narrador Cody.
Las luces tenues de la oficina apenas podían suavizar el peso en mis hombros.
El tic-tac del reloj de pared era lento, insoportable.
Cada golpe marcaba no solo el paso del tiempo… también lo que yo estaba dejando escapar.
Renata entró sin anunciarse.
Celular en la mano.
Gesto preocupado.
—Señor Montealva… esto acaba de salir.
Me lo entregó.
En la pantalla, una galería de fotos:
Anny y Alex.
Uno, dos… siete registros.
En la universidad.
Saliendo juntos.
Tomando café.
Riendo.
Una de las imágenes llevaba la leyenda:
"¿Nuevo romance de la esposa de Cody Montealva?"
No dije nada.
Ni siquiera parpadeé.
Se las devolví a Renata.
—Llama al chófer. Voy a salir.
—¿A dónde, señor?
—A la universidad. Pero antes… haremos una parada.
En el auto, la ciudad pasaba como un borrón tras el cristal.
Dentro de mí, en cambio, todo iba más lento.
Pesado.
Asfixiante.
No era solo rabia.
Era ese miedo silencioso que se mete bajo la piel y te recuerda que algo se está rompiendo y no sabes si podrás repararlo.
Recordé la última vez que discutimos.
El modo en que me miró… o mejor dicho, el modo en que NO me miró.
La indiferencia.
El silencio que duele más que cualquier grito.
Pero lo que más me dolía… era la risa.
La risa que vi en esas fotos.
La misma que hace semanas no me regalaba a mí.
El chófer frenó.
No esperé.
Bajé.
Y ahí estaba.
Sentada en una mesa de la acera, con un café humeante en las manos.
Alex frente a ella.
Ambos riendo.
Como si yo no existiera.
Como si todo lo que tenemos no estuviera a punto de desmoronarse.
Me quedé en la acera contraria.
No crucé.
Mis manos se cerraron en puños.
Si me acercaba… no sabía qué haría.
Esa noche, cuando volvió a casa, la confronté.
—¿Qué mierda está pasando entre tú y Alex? —fue lo primero que salió de mi boca.
Ella acababa de salir del baño, el cabello húmedo, en pijama.
Incluso así, era mía… pero sentía que la perdía.
—¿De verdad? —respondió con esa calma que me enciende la sangre.
—Yo estoy aquí, partiéndome en mil… y tú saliendo con él, riéndote como si todo estuviera bien.
—¿Y tú? —contraatacó—. ¿Dónde estabas anoche? ¿Y la noche anterior? ¿Y todas esas veces que prometiste llegar y no llegaste?
Explotamos.
No fue una discusión.
Fue una guerra.
Reproches, heridas abiertas, verdades que cortaban más que cuchillos.
Sus palabras me atravesaron:
"Estás fallando como esposo, como padre, como el hombre con el que me casé."
"Falta una semana para el cumpleaños de Colyn y ni siquiera sabes qué pastel le gusta."
Y luego, la estocada final:
"Si no cambias, te vas a quedar solo."
La casa estaba en silencio.
Las luces apagadas.
La discusión flotaba en el aire como un perfume amargo.
Subí las escaleras casi sin darme cuenta.
Mis pasos me llevaron al cuarto de Colyn.
No era tarde, pero ya era noche cerrada.
Dormía.
Me quedé en el umbral.
Su cuerpo pequeño envuelto en una sábana con astronautas.
Uno de sus peluches caído al suelo.
Respiración tranquila.
Ajeno a todo.
Y ahí, viéndolo… sentí que no lo conocía del todo.
Y ese pensamiento… me partió en dos.
Me senté en la orilla de la cama.
—Hola, campeón —susurré, la voz rota—. ¿Sabías que papá no tiene idea de qué estás soñando?
Pasé una mano por su cabello, tan parecido al de Mio
—No sé tu canción favorita… ni qué te asusta en las noches. No se si sigues prefieriendo los dinosaurios o si ya quieres ser autronauta... Y eso me mata, Colyn. Se supone que yo debería saberlo.
Se me cerró la garganta.
—Estoy cansado de estar en guerra con todo. Con el trabajo, con tu mamá… conmigo mismo. Me da miedo perderlos a los dos. Pero lo peor es que… creo que ya los estoy perdiendo.
Suspiré.
—Tu mamá es increíble, ¿sabes? Fuerte. Brillante. Y yo… yo no sé cómo dejar de decepcionarla.
La primera lágrima cayó sobre la manta.
Y luego otra.
Me cubrí el rostro con una mano.
Nadie me ve así.
Nadie sabe lo que pesa ser yo.
Ser “el gran Montealva” afuera… y un hombre roto por dentro.
—Lo siento, hijo.
Le di un beso en la frente y me levanté.
Desde la puerta lo miré una última vez.
—Voy a arreglar esto. Voy a recuperar lo que importa. Aunque sea lo último que haga.
El silencio en mi oficina era distinto al de cualquier otro lugar.
No era paz. Era ese silencio pesado que te recuerda que estás solo.
Editado: 01.12.2025