Narrador Cody.
No recuerdo la última vez que sentí tanto frío por dentro. El sobre amarillo pesaba más que una piedra en mis manos, aunque apenas era un papel. Rompí el sello y leí cada palabra con los dientes apretados, conteniendo la rabia que me subía como un incendio.
Señor Montelava:
Si desea recibir noticias de su hijo, deberá cumplir las condiciones que exigimos.
Entregue seiscientos mil dólares en efectivo.
Tendrá cinco horas desde el momento en que reciba este sobre para tener el dinero en las manos.
Una dirección le será enviada al teléfono que usted usa; deberá seguir las instrucciones exactamente.
Si intenta avisar a la policía, contactar a terceros o no cumple con lo establecido, no volverá a ver al niño.
Además, exigimos un sacrificio: usted deberá renunciar, delante de testigos, a aquello que más protege su poder y su nombre —las condiciones exactas se le especificarán por mensaje.
No hay margen de negociación. Cumpla y recibirá noticias. No cumpla y el silencio será eterno.
Tragué saliva y respiré hondo. No podía permitirme quebrarme frente a Anny. Ella me miraba con los ojos húmedos, el miedo dibujado en cada línea de su rostro. Y yo... yo solo quería prometerle que nada le pasaría a nuestro hijo.
—No voy a negociar con ellos —dije con voz firme, aunque por dentro me estaba destrozando—. Haré lo que tenga que hacer.
Anny negó con la cabeza, desesperada.
—¡Cody, es imposible! No podemos conseguir tanto dinero así... ¡y el sacrificio, qué significa eso!
La abracé fuerte, sintiendo cómo temblaba contra mi pecho.
—Amor, mírame —le levanté el rostro con suavidad—. No le va a pasar nada a Colyn. Te lo juro por mi vida. Tú te quedas aquí, protegida. Yo voy a salir a mover cielo y tierra.
Di media vuelta.
—¡Salomón! —llamé con toda la autoridad de mi voz.
Él apareció al instante.
—Asegura la casa. Nadie entra, nadie sale. Quiero guardias en cada entrada y cámaras revisadas. Anny no se mueve de aquí.
—Sí, señor.
Saqué mi teléfono. El reloj me gritaba el tiempo que no tenía. Llamé al banco primero. Mis dedos temblaban, pero mi voz no: exigí hablar con el director, pedí que habilitaran la cantidad, que abrieran las cajas de emergencia. Les dije que lo necesitaba en efectivo, que era cuestión de vida o muerte. El ejecutivo tartamudeó con protocolos, pero entendió la urgencia y prometió coordinarlo todo con custodia policial.
Colgué y marqué al abogado. Su voz, serena como siempre, me sonó lejana. Explicó que debíamos actuar con la policía, que se podía montar una entrega controlada. Que rastrearían el número cuando llegara el mensaje. Que había protocolos. Protocolos... ¿qué sabían ellos de lo que era perder a un hijo?
Me giré y vi a Anny en la sala, con el dinosaurio de Colyn apretado contra el pecho. Cada lágrima suya era un recordatorio de lo que estaba en juego.
El detective apareció, con su libreta bajo el brazo. —Necesitamos calma, Montelava. Si ellos se comunican, yo rastreo. Si envían una dirección, vamos juntos. Nada de moverse solo.
Lo miré fijo.
—Detective, yo no voy a quedarme sentado esperando que alguien más salve a mi hijo. Este es mi hijo, y yo voy a estar allí.
Él sostuvo mi mirada y, tras un silencio pesado, asintió. —Entonces iremos juntos.
Respiré hondo y apreté el sobre contra la mesa. El tiempo corría, y con cada segundo Colyn estaba más lejos.
—Cinco horas... —susurré, más para mí que para los demás—. Solo cinco horas.
Cerré la puerta de casa con una fuerza que me dolió en la mano. No quise mirar atrás: sabía que si lo hacía vería los ojos de Anny, rojos de miedo, suplicándome que no me arriesgara. Y yo ya había tomado una decisión.
Salomón se quedó con ella, con órdenes de no separarse ni un segundo. "Ni la sombra", le dije. Él asintió, con esa lealtad de hierro que nunca me había fallado. Mi esposa y mi hogar quedaban bajo su custodia; yo me llevaba la carga y la guerra.
El aire de la mañana me golpeó como un puñetazo. Cada paso hasta el coche fue una batalla contra el reloj invisible que ya me estaba devorando. Cinco horas. No era un plazo, era una sentencia.
Conduje rápido, demasiado rápido, pero no podía frenar. Mi cabeza no dejaba de repetir la nota: "el sacrificio... el silencio será eterno". Las palabras se incrustaban como clavos.
Cuando llegué al banco, las puertas de vidrio reflejaron un hombre que apenas reconocí: mandíbula apretada, el traje arrugado, los ojos oscuros de cansancio y furia. El guardia de seguridad me abrió de inmediato; su mirada curiosa se topó con la mía y se apartó sin preguntar.
Dentro, el aire frío de los aires acondicionados me dio una bofetada. El sonido de teclados, de pasos, de voces bajas, me pareció obsceno. ¿Cómo podía el mundo seguir tan normal mientras yo tenía a mi hijo desaparecido?
—Señor Montelava —me recibió el director del banco, un hombre de traje impecable y sonrisa medida. No sonrió esta vez; la tensión le arrugaba la frente—. Su abogado nos informó. Ya estamos al tanto.
—Necesito el dinero —solté, sin rodeos—. Seiscientos mil. En efectivo. Ahora.
Él titubeó.
—Es una cantidad elevada, señor. Las medidas de seguridad...
—¡No me importa la seguridad, ni los protocolos! —golpeé la mesa con la palma abierta. Los murmullos en el pasillo se apagaron de golpe. Me incliné hacia él, con el rostro a centímetros—. Mi hijo está en juego. Lo quiero ya.
El director tragó saliva y levantó las manos, como si intentara calmarme.
—Estamos activando un protocolo de emergencia. El efectivo se trasladará desde la bóveda central, con custodia de seguridad privada y policial, si la fiscalía aprueba el procedimiento. Su abogado ya hizo la solicitud. Pero... tardará unas horas.
Editado: 10.10.2025