Nuestro jardín de gardenias

0. Llévame a otro lugar

En un pequeño departamento en Nueva York, la mañana comienza como tantas otras para Margaret. La luz grisácea del amanecer se cuela por las ventanas de la sala mientras ella se apresura a ajustarse el cinturón de su abrigo. Su agenda está repleta de reuniones en la prestigiosa empresa en la que ha trabajado arduamente para destacar. Justo cuando está a punto de salir, su teléfono vibra en la encimera de la cocina.

Una notificación familiar aparece en la pantalla: un audio de sus padres desde Alaska, quienes cada mañana le envían un mensaje lleno de cariño y buenos deseos para su día. Sus voces cálidas contrastan con el bullicio de la ciudad, recordándole sus raíces, aquel lugar donde el invierno parece eterno y el aire es limpio y puro.

Con una sonrisa nostálgica en los labios, Margaret escucha el mensaje, pero el reloj no se detiene.

Cierra la grabación y camina rápidamente hacia la puerta. Mientras se ajusta el bolso sobre el hombro, se detiene un segundo frente a su pareja, quien está sentado en la mesa del comedor, inmerso en la lectura del periódico.

Él, un profesor apasionado de la Universidad de Harvard, llegó dos años después de que ella se mudara a la ciudad. La relación a distancia había sido dura, pero su amor juvenil superó los kilómetros que los alejaban, y por casi diez años han compartido este espacio juntos.

Margaret se inclina para darle un beso en la mejilla, un gesto cotidiano, pero cargado de amor. Sin embargo, él, distraído por la lectura de las últimas noticias, ni siquiera lo nota.

Le da la espalda, pasando una página del periódico, ajeno a la despedida apresurada. Margaret sonríe con resignación, un pequeño suspiro escapa de sus labios.

El tiempo corre, y tiene que irse.

Ajustándose una vez más el abrigo, sale al ritmo acelerado de la ciudad que nunca duerme. Con un café en su mano propiciado del Starbucks más cercano camina junto a miles de personas. El principio básico es saber que los neoyorquinos siempre están apurados -o al menos aparentan estarlo- es que el estado frenético es parte de la mezcla psíquica de esta ciudad que también tiene una de las mayores tasas de psicoanalistas per cápita del mundo (vean los filmes de Woody Allen si no me creen).

En las calles más ajetreadas se camina rápido, en línea recta y nunca más de dos personas una al lado de la otra. Si zigzaguean, frenan abruptamente o caminan en una columna de más de tres personas recibirán codazos, empujones o como mínimo algunos insultos.

Margaret sonríe al observar a los turistas chequear direcciones, tomar una foto o torcerse el cuello para admirar los rascacielos de Nueva York, ella también lo hizo cuando los vio por primera vez. Eso le hace recordar que no se ha detenido más a contemplarlos. Y la sonrisa se le desdibuja un poco volviendose una mueca, baja la mirada y continua su camino mientras todos los peatones cruzan con la luz en rojo.

Es mejor mimetizarse con la manada. A donde fueres haz lo que vieres ¿no? Pero siempre miren bien a cada lado de la calle antes de portarse mal, incluso en las calles de una sola vía pues ya saben que a los automovilistas tampoco les gusta mucho respetar el semáforo.

Hay una sencilla fórmula para estimar cuánto se pueden tardar caminando de un punto a otro de Manhattan: caminar una cuadra tarda en promedio 1 minuto, con excepción de las cuadras de las avenidas que son mucho más largas por lo que demorarán unos 4 y 5 minutos cada una.

Luego de diez minutos, Margaret, ya en su trabajo; se encuentra sentada en la oficina del director del bufete, una habitación lujosa con muebles de cuero y una gran vista de la ciudad. El aire es pesado, cargado de tensión y silencio.

Frente a ella, el jefe la mira con una mezcla de frialdad y lástima, mientras desliza una carta hacia ella. Sabe lo que significa antes de siquiera leerla.

Su mente se nubla con incredulidad.

Después de casi ocho años de trabajo impecable, siempre esforzándose, siempre dando lo mejor de sí, se esperaba finalmente el ascenso que tanto había anhelado.

Era su momento.

Lo merecía.

Sin embargo, lo que había llegado no era el reconocimiento, sino su despido.

—Margaret, lo siento mucho. Recibimos una queja muy grave de uno de nuestros clientes más importantes. Nos han informado que utilizaste pruebas falsas en su contra. No podemos permitirnos perder un cliente de esta magnitud. Tienes que entender...

Cada palabra la golpea como un mazazo.

Sabía que todo era una mentira. Jamás habría hecho algo tan bajo. El cliente en cuestión, uno de los más influyentes del bufete, claramente había orquestado esto.

Sabía demasiado.

Sabía que ella era una amenaza para su poder.

¿Pero pruebas falsas? ¿Cómo podían siquiera considerarlo?

Margaret miraba las manos temblorosas del director. Sabía que no tenía la culpa del todo. Pero también sabía que él jamás la defendería. Siempre había sido cordial, siempre había sido la primera en llegar y la última en irse, trabajando incansablemente.

A pesar de ser una de las más jóvenes, había demostrado ser más que competente, pero también eso la hacía una amenaza para aquellos que llevaban años en el bufete, y que veían en ella una competidora por ese codiciado puesto de abogada senior.

El ascenso que tanto había esperado se esfumaba en un instante.

Todo había sido una confabulación para apartarla.

A pesar de las constantes miradas despectivas de algunos de sus colegas, ella había mantenido su profesionalismo y determinación. Pero ahora, sentada en esa silla, sintió que todo su esfuerzo había sido en vano.

—Lo siento, Margaret. Esto es definitivo.

Las palabras finales cayeron como una sentencia, y mientras ella tomaba la carta con las manos frías, siente que el mundo a su alrededor se desmorona. Pero en su interior, algo comienza a manifestarse. Una rabia silenciosa, pero poderosa, porque sabía que esto no acabaría aquí.




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