Nuestro jardín de gardenias

0. El día de tu muerte

En un pequeño departamento en Nueva York, la mañana comienza como tantas otras para Margaret. La luz grisácea del amanecer se cuela por las ventanas de la sala mientras ella se apresura a ajustarse el cinturón de su abrigo. Su agenda está repleta de reuniones en la prestigiosa empresa en la que ha trabajado arduamente para destacar. Justo cuando está a punto de salir, su teléfono vibra en la encimera de la cocina.

Una notificación familiar aparece en la pantalla: un audio desde Alaska, quienes cada mañana le envían un mensaje lleno de cariño y buenos deseos para su día. Sus voces cálidas contrastan con el bullicio de la ciudad, recordándole sus raíces, aquel lugar donde el invierno parece eterno y el aire es limpio y puro.

Con una sonrisa nostálgica en los labios, Margaret escucha el mensaje, pero el reloj no se va a frenar.

Cierra la grabación y camina rápidamente hacia la puerta. Mientras se ajusta el bolso sobre el hombro, se detiene un segundo frente a su pareja, quien está sentado en la mesa del comedor, inmerso en la lectura del periódico.

Ella viste un vestido negro ceñido, un atuendo profesional que refleja su prisa. Mientras sostiene el café en una mano, mira impacientemente hacia el reloj en la pared.

A su lado, el hombre de cabello rizado y barba descuidada, está sentado en la mesa, absorto en un periódico. Las hojas del diario se arrugan entre sus dedos, y su expresión está fija en la portada donde destaca una foto imponente de Andrew Wade, un exitoso empresario con una sonrisa carismática. Margaret intenta acercarse, su corazón latiendo con la mezcla de frustración y tristeza por el inminente adiós.

—George, debo irme —dice ella con un tono de voz que tiembla ligeramente, pero él no reacciona.

Sigue leyendo, inmerso en las palabras escritas. Margaret se detiene un momento, observando cómo la foto de Wade parece brillar, atrayendo toda la atención de su novio. En ese instante, se siente invisible, atrapada en un momento que debería ser importante.

La mente de Margaret divaga mientras sus ojos se posan en la imagen de Wade. Recuerda hace cinco años la conferencia a la que asistió, donde el empresario compartió su trayectoria desde cero, inspirando a muchos a seguir sus sueños. ¿Quién le diría que tiempo después defendería un caso en su contra? Mañana será crucial: tiene una reunión con un cliente a las nueve, relacionado con un complejo caso de demanda contra la Wade Corporation, un asunto que ha ocupado su mente y tiempo durante casi dos años.

Los segundos pasan y, sintiendo que la urgencia se apodera de ella, Margaret intenta captar la atención de George una vez más.

—George, por favor —repite con un toque de frustración.

Pero él sigue absorto, ajeno a su lucha interna. Finalmente, con un suspiro resignado, Margaret da un paso atrás, el sabor del café en su boca se vuelve amargo, y se da cuenta de que debe enfrentarse al mundo sola, mientras la realidad de su caso la espera inexorablemente.

Él, un profesor apasionado de la Universidad de Harvard, llegó dos años después de que ella se mudara a la ciudad. La relación a distancia había sido dura, pero su amor juvenil superó los kilómetros que los alejaban, y por casi diez años han compartido este espacio juntos.

Margaret se inclina para darle un beso en la mejilla, un gesto cotidiano, pero cargado de amor. Sin embargo, él, distraído por la lectura de las últimas noticias, ni siquiera lo nota.

Le da la espalda, pasando una página del periódico, ajeno a la despedida apresurada.

Margaret sonríe con resignación, un pequeño suspiro escapa de sus labios.

El tiempo corre, y tiene que irse.

Ajustándose una vez más el abrigo, sale al ritmo acelerado de la ciudad que nunca duerme. Con el café en su mano camina junto a miles de personas. El principio básico es saber que los neoyorquinos siempre están apurados —o al menos aparentan estarlo— es que el estado frenético es parte de la mezcla psíquica de esta ciudad que también tiene una de las mayores tasas de psicoanalistas per cápita del mundo (vean los filmes de Woody Allen si no lo creen).

En las calles más ajetreadas se camina rápido, en línea recta y nunca más de dos personas una al lado de la otra. Si zigzaguean, frenan abruptamente o caminan en una columna de más de tres personas recibirás codazos, empujones o como mínimo algunos insultos.

Margaret sonríe al observar a los turistas chequear direcciones, tomar una foto o torcerse el cuello para admirar los rascacielos de Nueva York, ella también lo hizo cuando los vio por primera vez. Eso le hace recordar que no se ha detenido más a contemplarlos. Y la sonrisa se le desdibuja un poco, volviéndose una mueca, baja la mirada y continúa su camino mientras todos los peatones cruzan con la luz en rojo.

Es mejor mimetizarse con la manada. A donda vayas haz lo que veas ¿no? Pero siempre hay que mirar bien a cada lado de la calle antes de portarse mal, incluso en las calles de una sola vía pues a los automovilistas tampoco les gusta mucho respetar el semáforo.

Hay una sencilla fórmula para estimar cuánto se pueden tardar caminando de un punto a otro de Manhattan: caminar una cuadra tarda en promedio 1 minuto, con excepción de las cuadras de las avenidas que son mucho más largas por lo que demorarán unos 4 y 5 minutos cada una.

Margaret con su bufanda color mostaza que contrasta con su cabello oscuro, camina a paso apresurado por una calle bulliciosa del Upper West Side. En una mano lleva un café para llevar, cuya tapa ya está ligeramente abollada, y en la otra, una bolsa de tela llena de libros que compró compulsivamente en una librería cercana, aunque no sabe cuándo los leerá.

Mientras intenta esquivar a un repartidor en bicicleta y a un hombre paseando tres perros a la vez, la melodía de un saxofón irrumpe en el aire. Un músico callejero, de pie frente a una estación de metro, comienza a tocar una versión animada de “It Had to Be You”. Margaret apenas lo nota, demasiado ocupada mirando el correo electrónico en su teléfono mientras equilibra su café y su bolsa.




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