En los momentos difíciles, el consuelo puede tomar formas inesperadas: una palabra amable, una ducha caliente que acaricia la piel como un abrazo, un vaso de cerveza fría que enfría los pensamientos ardientes. Y, aunque suene cruel, encontrar alivio en alguien cuya vida parece aún más rota que la propia. Sin embargo, a veces, el consuelo no basta, y en lugar de enfrentarlo todo, buscamos un escape, un refugio en nuestra mente. Pero huir nunca ha sido la solución. Margaret lo sabía. O quizá había dejado de creerlo.
Lo último que recuerda con claridad es la llamada de George. No la atendió. ¿Cómo podría, mientras contemplaba la foto que la amante de él había publicado en las redes? Una imagen casual, casi cotidiana, pero cargada de significado. Lo había etiquetado, proclamando algo que Margaret no podía ignorar: una especie de amor público, una burla descarada, un recordatorio de lo que ya no le pertenecía.
Bajo la luz pálida de la luna, Margaret sostenía su cerveza como si fuera un escudo. Alrededor de ella, conversaciones distantes se mezclaban con la melodía de un cantante callejero que, irónicamente, interpretaba Ocean Eyes de Billie Eilish. La voz melancólica del músico contrastaba con su disfraz de cerdito rosa, un cuadro tan absurdo como su propia vida en ese momento. El teléfono vibraba en la mesa sin cesar: mensajes de su familia, de su mejor amiga, preguntas cargadas de curiosidad y preocupación. La imagen había hecho su ronda, y el juicio no tardaría en llegar.
—Dios, qué ironía… —murmuró, mientras apagaba las notificaciones y dejaba el teléfono sobre la mesa.
El susurro del líquido al descender por la botella fue su único consuelo. Margaret suspiró profundamente, sintiendo cómo el aire frío llenaba sus pulmones, solo para ser exhalado como un pequeño lamento. Observó el reflejo borroso de las luces de la calle en su cerveza y comentó, casi como si hablara consigo misma:
—Al parecer, no es mi día de suerte.
En el momento en que sus labios apenas rozaron la botella, un ligero movimiento volcó el teléfono al suelo. El ruido seco la sobresaltó, y al reaccionar, golpeó su bebida, derramando el líquido ámbar sobre su abrigo favorito.
—¡No puede ser! —exclamó con la voz quebrada, su paciencia agotada.
Intentó frotar la mancha, inútilmente, sintiendo cómo una desesperación helada se apoderaba de ella. Una lágrima rodó por su mejilla… o al menos eso pensó. Pero al llevarse la mano a los ojos, se dio cuenta de que no estaba llorando. Levantó la mirada al cielo y vio cómo una gota solitaria se deslizaba por su frente. La lluvia había comenzado, suave al principio, como si el mundo quisiera consolarla con su propio llanto.
Margaret rió amargamente.
—Soy una mujer sin sueños, sin metas, sin esperanzas. ¿Qué esperaba? Mi vida diaria siempre fue un desastre, pero este día… —miró la mancha en su abrigo y dejó escapar una sonrisa amarga— …es la cereza en el pastel. Supongo que las heridas del corazón tampoco se limpian con facilidad.
La lluvia se intensificó, y los primeros truenos resonaron a lo lejos, como un tamborileo que acompañaba su desdicha. De reojo, vio que su teléfono, caído al borde de la calle, había sido aplastado por el paso de un auto.
—Mejor así. No más llamadas, no más mensajes… —dijo con un tono seco, vacío.
El mesero del bar se acercó, preocupado. Le sugirió entrar para refugiarse de la tormenta, pero ella apenas le dedicó una mirada distante. ¿Qué importaba mojarse, si ya sentía que estaba ahogándose desde dentro? Entonces ocurrió. Un sonido seco y agudo, como si el universo se hubiera roto por un instante, seguido de un estallido de cristales y un tintineo que marcó el inicio de algo más terrible.
Todo se volvió un caos: gritos, pasos apresurados, un dolor punzante. Margaret apenas tuvo tiempo de comprender. Se halló en el suelo, su vista nublada, un calor espeso y pegajoso rodeando su cuerpo. Sangre. Estaba en todas partes, mezclándose con la lluvia y manchando su abrigo aún más. A medida que su conciencia se desvanecía, lo único que pensó fue:
—No me arrepiento de nada.
Su vida, sus sueños, ese futuro brillante que una vez tuvo, todo había desaparecido diecisiete años atrás. Y esta noche, simplemente, le había dado un cierre, aunque no fuera el que ella había planeado...
Era un 14 de febrero de 2007, un día en el que el aire cargado de expectación y los pasillos adornados con corazones rojos hacían que todos se sintieran un poco más especiales. Margaret Kelson, la chica más popular del colegio, caminaba como si el mundo girara en torno a ella. Su risa resonaba como un sonido luminoso, y su presencia era magnética. Todos la adoraban. Las chicas ansiaban ser sus amigas, copiar su estilo, entender cómo lograba brillar con tanta naturalidad. Los chicos, por su parte, soñaban con confesarle sus sentimientos, con invitarla al cine o, al menos, recibir una de sus sonrisas radiantes.
Ese día, el colegio había organizado un evento especial: un “buzón del amor y la amistad”. Los estudiantes dejaban cartas para las personas que admiraban o querían. La mayoría de los mensajes eran para Maggie, como la llamaban cariñosamente, y cada una de esas palabras contenía admiración, anhelos y sueños compartidos. Algunos querían correr con ella en el futuro, seguros de que se convertiría en una atleta famosa. Los más osados le pedían citas. Pero Maggie no estaba en los pasillos como todos los demás. En su lugar, estaba en un salón, hojeando despreocupadamente una revista mientras esperaba su entrada triunfal.
El eco de los aplausos irrumpió en el aire. Su nombre comenzó a ser coreado como si fuera el de una estrella internacional. George, su mejor amigo, se asomó por la puerta con una sonrisa cómplice y un guiño travieso.
—Todos están esperando por ti, Maggie.
Ella respondió con una sonrisa confiada, esa que decía sin palabras que sabía lo importante que era.