"Carta a mí misma cuando cumpla los treinta"
Diecisiete años hacia el futuro…
Solo escribir esas palabras me provoca escalofríos. ¿Qué significa tener 30 años? Es un enigma que me intriga y me aterra a partes iguales. Estás lejos de los 20, pero también a una distancia prudente de los 40. Es como habitar una especie de limbo, un puente entre dos extremos que no termina de definirse. ¿Será que a los 30 una ya es vieja? No puedo imaginarme siendo “tan mayor”.
Pero hay algo de lo que estoy segura, incluso diecisiete años después: seguirás siendo increíble, auténtica y segura de ti misma. Serás la clase de persona cuya energía ilumina cualquier lugar, alguien a quien todos quieren tener cerca. Vivirás una vida feliz, Maggie. Serás profundamente amada.
Aunque… hay una pregunta que no puedo evitar hacerme: ¿Vivirás la vida que soñabas?
Con cariño,
Tú misma,
Maggie.
El recuerdo de esas palabras quedó flotando en el aire como un susurro olvidado.
Margaret, ahora adulta, yacía en una cama de hospital. La habitación estaba impregnada de un frío metálico, roto únicamente por el pitido rítmico de los monitores que registraban los últimos vestigios de su cuerpo luchando por permanecer. Una manta blanca cubría su figura delgada, mientras un enfermero trabajaba en silencio, con movimientos mecánicos y precisos.
El médico se acercó, el crujido de sus pasos sobre el suelo de linóleo llenando el espacio vacío. Antes de recibir el informe del enfermero, levantó una mano, deteniéndolo.
—Un minuto de silencio por los muertos —ordenó con voz grave.
Ambos cerraron los ojos y entrelazaron sus manos en un gesto solemne. Sus murmullos se entrelazaron con el zumbido del aire acondicionado:
—Que encuentres descanso en un lugar hermoso. Que todo tu cuerpo y órganos brillen con la luz de la esperanza, dando nueva vida a quienes más lo necesitan. Usaremos incluso las uñas de tus pies para marcar un propósito.
El ritual terminó, y el médico volvió a centrarse en su labor, pero el enfermero permanecía inquieto.
—Algo no está bien… —murmuró mientras revisaba las notas.
—¿Qué ocurre? —preguntó el médico, arqueando una ceja con ligera impaciencia.
—No puedo encontrar el hígado ni la vesícula —respondió el enfermero, su voz cargada de preocupación.
El médico suspiró, alzando la mano en un gesto que pretendía disipar cualquier alarma.
—No es nada fuera de lo común.
Entonces levantó la manta y tomó una de las manos de Margaret entre las suyas. La observó detenidamente, deslizando un dedo sobre las líneas casi borradas de su palma.
—Es la condición típica de quienes vivieron pidiendo perdón constantemente —dijo, casi para sí mismo—. Las huellas se desgastaron… el hígado y la vesícula simplemente dejaron de funcionar.
El enfermero frunció el ceño, dejando escapar un suspiro.
—Tuvo una vida difícil, ¿verdad? —preguntó con un tono más suave, como si las palabras fuesen un secreto compartido con la habitación.
El médico lo miró con severidad.
—No dejes que tus emociones interfieran. Aquí no somos jueces, solo testigos del final.
Pero incluso mientras decía esto, algo en sus ojos traicionaba su profesionalismo: un rastro de humanidad que se negaba a desvanecerse.
—Eso es lo que sucede en el infierno… Por cierto, ¿quiénes son ellos?
El enfermero apenas pudo terminar la frase cuando, de repente, varias figuras se acercaron a la cama. El aire en la habitación se tornó denso, cargado de una extraña mezcla entre solemnidad y tensión. Una voz grave, autoritaria, rompió el silencio:
—Soy su hermano mayor —anunció un hombre de semblante duro, como si esas palabras fueran un título irrefutable. Se inclinó levemente hacia Margaret, pero su mirada era más fría que cercana—. Vives demasiado cuando varios te maldicen. Maldije tanto por dentro… Y, aun así, murió joven.
Margaret parpadeó, confundida, pero antes de que pudiera reaccionar, una mujer de mirada afilada y labios apretados avanzó un paso.
—Mi hijo se fue de casa por culpa de ella —dijo con una voz cargada de resentimiento—. Hace más de diez años que solo puedo verlo a través de una pantalla. No pienso perdonarle. Creo que recibió lo que merecía.
El ambiente se tensó aún más, pero una tercera figura, un hombre con un aire melancólico, tomó la mano de Margaret con suavidad.
—Ella era mi alma gemela —susurró George, sus ojos brillando con una tristeza genuina—. Solíamos recitar poemas juntos, ¿recuerdas?
La escena parecía una secuencia de teatro improvisada, donde cada personaje tenía un rol claro que cumplir. Un hombre mayor, vestido de traje, señaló su reloj de bolsillo con una expresión casi orgullosa.
—Siempre llegaba temprano —dijo el jefe con un tono que pretendía ser halagador, pero que sonaba distante, como si el detalle fuese lo único importante para él.
Sarah, una mujer impecablemente vestida, no perdió la oportunidad de hablar mientras se aplicaba un rojo intenso en los labios.
—Finalmente seré ascendida, gracias a tu arduo trabajo. ¡Ah, cómo te lo agradezco! —exclamó, sus palabras impregnadas de ironía, pero su sonrisa desbordaba satisfacción.
Otro hombre, Andrew Wade, suspiró desde un rincón de la habitación, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón.
—Escribió en mi coche —murmuró, decepcionado, como si aquella nimiedad fuera el mayor agravio del mundo.
Cada persona aparece en un contexto diferente para dedicarle unas palabras en tono humorístico pero entonces ocurrió algo extraño. De pronto todos se reúnen para cantar "La lechuza", una pieza que se inserta en el sueño de Margaret de una forma hilarante.