Kelson baja por las escaleras apresurada cuando está lista, se coloca los tacones mientras camina los escalones de dos en dos y acomoda su cabello mirándose por el espejo que está cerca de la puerta. Al tomar el picaporte para abrir la puerta y salir hacia la calle, se encuentra cara a cara con dos personas que la observan con una mezcla de desprecio y superioridad en sus miradas.
—Buenas tardes, querida —dice Emily haciendo énfasis en la última palabra—, estábamos preocupados por Andrew y decidimos hacerle una visita sorpresa.
—¿Podemos pasar? —pregunta Raymond con obviedad logrando incomodar a Margaret y haciéndola sentir fuera de lugar.
—Si, por supuesto —reacciona, abriendo la puerta en su totalidad.
—¿No nos vas a invitar a beber un trago?
Emily pregunta luego de sentarse y cruzar sus enormes piernas mostrando demasiada carne, según su criterio, con su corta falda.
—Claro.
Responde algo cohibida, no sabe dónde se encuentra la bebida ni las copas. Disimula con una sonrisa ligera ante los rostros desconcertados de los demás, abre cada puerta que encuentra delante suyo con gestos teatrales y algo exagerados, mientras dice:
—Por supuesto que sé dónde está la bebida.
Su rostro se muestra con una evidente desilusión al ver que encuentra agua, vinagre, aceites... pero no el vino. Comienza a ponerse nerviosa y con un movimiento torpe lanza al suelo una pequeña botella de sal que cae en el suelo con un golpe seco y crujiente que irrumpe la habitación. Es un sonido que mezcla el chasquido del vidrio al romperse, el crujido del plástico y una especie de chisporroteo cuando los cristales finos y los granos de sal se dispersan.
Visualmente, el suelo ahora tiene una explosión de cristales blanquecinos o brillantes, dependiendo de la luz que los toque. Los granos de sal están esparcidos en todas direcciones, a veces creando pequeñas montañitas en rincones o debajo de muebles. Puede que aún queden algunos fragmentos grandes de vidrio entre la sal, brillando de forma engañosa, como si fueran parte de los cristales de sal, lo que añade una sensación peligrosa y hasta interesante al acto de limpiar.
—Esta es mi casa, claro que sé donde se encuentra absolutamente todo...
—Margaret, dónde está Andrew, me gustaría verlo.
Añade Raymond con una mirada enojada y claramente perdiendo los estribos, debido a su relación tan tirante y cero amistosa, él piensa que le está tomando el pelo y que lo quiere molestar, pero la realidad es que Kelson no sabe donde están colocadas las cosas en la casa.
—En la habitación —dice con un tono de voz bajo y apenado como si hubiese recibido un regaño.
Apenas la mano derecha y mejor amigo de su "esposo" se aleja, se le acerca Emily, la mira de arriba a abajo. Y con una mirada despectiva dice:
—No te cansas de jugar, ¿eh?
—¿De qué hablas? —le pregunta Margaret confundida pero sin quitarle la mirada, no se deja amedrentar.
—Me dijiste que lo abandonarías, que no lo amabas, y yo como estúpida, te creí.
—Yo...
—Shh... no digas nada. Ya no te creo.
Kelson se agobia, no entiende qué está sucediendo. ¿Por qué querría abandonar a su esposo y a su perfecto matrimonio? ¿Y qué papel tiene Emily en todo esto? ¿Será su amante?
—Yo... necesito irme.
Kelson se marcha sin mirar atrás, sale de la casa y toma un autobús urbano de la ciudad con calles estrechas y llenas de vida. Margaret se sienta en un asiento junto a la ventana, cuando, de repente, se da cuenta de que en el asiento opuesto se encuentra su mejor amiga de la universidad, Phoebe. Margaret intenta llamar la atención de Phoebe sin hacer un escándalo: primero hace contacto visual, alza las cejas y sonríe, esperando una reacción. Pero Phoebe simplemente mira su celular, completamente ajena a su alrededor.
La frustración de Margaret crece.
Decide ser más obvia: empieza a mover las manos, haciendo pequeñas olas. Nada. Así que recurre a gestos más extraños: le guiña un ojo exageradamente y sonríe como si tratara de enviarle señales con el rostro. La gente alrededor comienza a mirarla, y el señor sentado junto a ella la observa como si fuera una lunática.
Al ver que eso no funciona, Margaret, desesperada, empieza a murmurar su nombre:
—Pho…e… beee...
La voz se le eleva a un susurro insistente, y cuando está a punto de casi gritar, Phoebe sigue ignorándola. Frustrada, Margaret decide dar un paso más. Mientras el autobús va disminuyendo la velocidad para parar, Margaret se levanta de su asiento, tambaleándose sobre sus tacones, y justo cuando da el primer paso hacia el asiento de Phoebe, el bus frena bruscamente. Margaret tropieza y cae hacia adelante, quedando tirada en el suelo.
La escena se vuelve aún más absurda cuando, aún en el suelo, Margaret trata de recomponerse, se arrodilla y golpea el hombro de Phoebe con un dedo.
—¡Phoebe! ¡Soy yo! ¡Margaret!. —Phoebe la mira perpleja, parpadeando varias veces, pero en lugar de reconocerla, le dice:
—¿Perdón? ¿Nos conocemos?.
La cara de Margaret pasa de la sorpresa al horror. Mientras trata de disimular, se levanta, tartamudeando una disculpa y se retira avergonzada a su asiento, donde decide encogerse como una bolita mientras los pasajeros observan la escena con una mezcla de compasión y entretenimiento. La ironía del momento es total: después de todo el esfuerzo, Phoebe nunca la reconoce.
Margaret entra al bar, las luces son tenues, y el ambiente huele a una mezcla de madera añeja y las hierbas aromáticas que cuelgan del techo en pequeñas macetas de terracota. El lugar es el mismo que la noche anterior, pero hay algo diferente en el aire. El olor a pretzels y cerveza artesanal se mezcla en el aire. La audiencia es un collage de lo más excéntrico que ofrece la ciudad. En una esquina, un grupo de hipsters discute acaloradamente sobre la mejor forma de preparar café frío, cada uno con un sombrero más ridículo que el otro. El más apasionado de ellos, un tipo con bigote fino y gafas de montura gruesa, toma una pose dramática y, con una mano en el corazón, declara que el café en frío debe nunca superar las 12 horas de infusión. Un amigo asiente con gravedad, como si estuvieran discutiendo filosofía clásica, mientras otro mira su vaso de cerveza de quinoa con sospecha. En otra mesa, una pareja en una primera cita incómoda trata de mantener la conversación fluyendo. Ella es una fanática del yoga que menciona su rutina de “meditación con alpacas” mientras él, nervioso, asiente y suelta: “Ah, yo medito con… mis gatos”. Ella lo mira en silencio, y por un momento, todo el bar parece quedarse en pausa, esperando una respuesta profunda que nunca llega.