Nuestro jardín de gardenias

7. Mi terroncito dulce de azúcar

Margaret está sentada en una mesa junto a la ventana, saborea lentamente un cóctel mientras observa a la gente pasar por la gran avenida del bar acogedor y moderno en Manhattan, observando cómo su copa de vino se balancea lentamente al girarla entre sus dedos. Ha estado ahí solo por unos minutos, o eso piensa, pero al levantar la vista nota que el lugar ya está casi vacío.

De repente, una sensación extraña la invade, como si alguien la estuviera mirando desde la penumbra del fondo del bar. Disimuladamente, levanta la vista y, en un rincón mal iluminado, nota a un hombre observándola fijamente. Él es alto, de aspecto algo rudo, con una chaqueta de cuero oscura y una barba de unos días. Sus ojos parecen analizar cada uno de sus movimientos, pero en cuanto ella lo mira de frente, él desvía la mirada y se levanta, dirigiéndose rápidamente hacia la salida. Un escalofrío le recorre por la espalda y los cabellos se le ponen de punta.

Es una presencia que no le transmite miedo pero tampoco confianza. Intrigada y con una creciente inquietud, la mujer toma su bolso y se levanta, decidida a seguirlo. Apenas sale del bar, lo ve al otro lado de la calle, caminando con prisa y mirando fugazmente hacia atrás. Ella, sin perder tiempo, cruza apresuradamente la avenida, esquivando autos y el tráfico, tratando de no perderlo de vista. El hombre acelera el paso y dobla en una esquina, entrando en una calle más estrecha y menos concurrida.

Las luces del atardecer bañan la ciudad en tonos dorados y rosados, proyectando sombras largas sobre los edificios y pavimentos. La mujer sigue persiguiéndolo, con el corazón acelerado y los tacones resonando contra el suelo. La persecución la lleva por las vibrantes calles de Nueva York, pasando por tiendas de moda, puestos de comida y peatones curiosos que se giran a mirarla, confundidos.

Él sigue doblando esquinas, tratando de despistarla, y ella acelera aún más, sintiendo la adrenalina recorrerle las venas. Al girar en una calle lateral más estrecha y algo sombría, lo ve detenerse un segundo para comprobar si ella aún lo sigue. Por un instante, ambos se miran a la distancia. La mujer percibe una chispa de reconocimiento en su mirada, como si él supiera algo sobre ella que ella misma desconoce. Sin embargo, antes de que pueda acercarse más, él sale corriendo nuevamente, esta vez girando hacia un parque cercano.

La persecución continúa en el parque, donde el sol está casi desapareciendo detrás de los edificios, dejando una penumbra misteriosa. La mujer, determinada a descubrir quién es ese hombre y por qué la observaba, sigue corriendo entre las sombras y luces de los postes. Finalmente, llega a una plazoleta vacía donde él parece haber desaparecido sin dejar rastro, dejándola sola, jadeante, y más intrigada que nunca.

Regresa hacia el bar nuevamente, cansada y con más preguntas que respuestas.

Las luces se han atenuado, y la música, que antes llenaba el ambiente, ahora suena suave, casi imperceptible. El reloj en la pared marca las 6:50 de la tarde. No se había dado cuenta de que las horas se le habían escapado como las burbujas de su champán diciéndole adiós. Con un suspiro pesado, decide ir al baño para retocar su maquillaje y refrescarse el rostro. Camina a paso lento, sintiendo el sonido de sus tacones resonar en el silencio. Al entrar, se mira en el espejo y se ve: una versión de sí misma que intenta mantener la compostura.

«Creo que es momento de regresar a casa, pero cuál es mi casa, si es que podría llamar hogar a lo que me queda en Nueva York».

Piensa observando su reflejo mientras la imagen que le transmite es la de una mujer triste, de alguien que se encuentra perdida y que no sabe cual es su rumbo, ni quién es ella misma.

La escena en el baño del bar es fría y cruda.

El aire en el lugar se siente denso, impregnado de un leve olor a alcohol y humedad, pero para ella es como si todo eso desapareciera, desvaneciéndose detrás de una neblina de dolor que crece con cada segundo. Su rostro, pálido y desprovisto de toda expresión, está frente al espejo. Sus ojos parecen vacíos, pero si alguien se acercara lo suficiente, vería la tormenta que se esconde detrás de esa mirada fija y cristalina. La noticia del despido aún está fresca, como una herida recién abierta que ni siquiera ha comenzado a cicatrizar. Le dieron la noticia de manera abrupta, sin ceremonias. En ese momento sintió que el suelo bajo sus pies temblaba y luego se desmoronaba. Una sensación de inutilidad y fracaso la invade al instante. Toda la estabilidad por la que había trabajado tantos años, todas las horas invertidas, de pronto no valen nada. El miedo a lo incierto comienza a morderle en los talones, recordándole que la vida que conocía, y que tan cuidadosamente había construido, se está desmoronando.

Y entonces, lo de él.

Lo que vio.

Esa imagen grabada en su mente como una fotografía rota.

Diez años de relación, de confianza ciega, de planes compartidos. Los momentos que antes eran refugio ahora se sienten como mentiras mal hiladas. ¿Cuántas veces la había mirado a los ojos, prometiéndole amor, mientras su lealtad desaparecía? Siente un nudo en el estómago, una mezcla de ira, asco y una tristeza tan profunda que amenaza con ahogarla. El dolor en el pecho no es simplemente emocional, sino físico, una opresión que la obliga a respirar con dificultad.

Cada exhalación es pesada, como si con cada una se le fuera un poco más de vida. Frente al espejo, ve una versión de sí misma que no reconoce. ¿Quién es esa mujer? Su cara, descompuesta, su piel tensa por el esfuerzo de contener las lágrimas. Sus labios tiemblan, y de pronto una ráfaga de autocompasión la envuelve: no solo ha perdido su trabajo, sino también la identidad que creyó construir junto a él. El sentido de traición es como un veneno que se expande desde su corazón hacia cada rincón de su cuerpo. ¿Cómo es posible que después de tanto tiempo todo terminara así, en una sola tarde?




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