Nuestro jardín de gardenias

10. Antes de que me enamore

—¿Estás mejor? —pregunta Andrew, con un tono de preocupación apenas disimulado, mientras sus manos se aferran al volante. La noche envuelve el auto, y aunque hubiera preferido pedir un taxi, optó por no llamar la atención saliendo de la comisaría; la última cosa que quería era que los medios convirtieran esta situación en un espectáculo.

—Bueno… estoy un poco… —Margaret se interrumpe, insegura de cómo continuar. Sin darse cuenta, aprieta el cinturón de seguridad con ambas manos, como si esa acción pudiera darle la estabilidad que no encuentra en sus palabras. La cinta ya le cruza el pecho, pero parece necesitar un ancla para sostenerse.

—¿Me dirás por qué fuiste a la casa de esa chica? —insiste Andrew, esforzándose por mantener la calma en su tono. Aunque quisiera acelerar, mantiene la velocidad bajo el límite, como si al prolongar el trayecto le diera a Margaret el tiempo que necesita para abrirse.

—No es nada —responde Margaret, esquivando la mirada de Andrew. En lugar de eso, gira la cabeza hacia la ventanilla, observando la oscuridad que pasa a su lado. Hablar mientras alguien conduce nunca le ha agradado; el ruido de la música o el tono de las llamadas la inquietan cuando está en un vehículo en movimiento. Prefiere un enfoque absoluto en la carretera, tal vez como consecuencia de aquel accidente, en el que no solo su imprudencia, sino también la negligencia del conductor al atender una llamada, jugaron un papel decisivo.

—¿De dónde la conoces? —insiste Wade, frunciendo el ceño mientras sus manos se aprietan sobre el volante. Pagó la fianza, consiguió una orden de alejamiento para que esa persona no se sintiera amenazada, pero el por qué Margaret fue a ese departamento buscando a esa chica sigue sin cuadrarle. Hasta donde él sabe, el accidente solo le provocó una amnesia temporal.

Margaret evita su mirada, tensa y con la mandíbula apretada, su voz apenas un susurro lleno de frustración.

—No tienes que saberlo… solo maneja.

Andrew nota el nerviosismo en su esposa. Sus dedos tamborilean sobre su regazo, y su respiración es más rápida de lo habitual. Se niega a creer que Margaret sea capaz de algo tan extremo como robar un bebé, pero tantas cosas han cambiado en el último mes que apenas reconoce a la mujer a su lado. Sin embargo, necesita entender. Siempre ha creído en ella, siempre la ha apoyado, pero esta vez algo dentro de él demanda claridad, la verdad.

—¿Y ella quién es? —insiste, con una mezcla de preocupación y desconcierto en su tono.

Margaret lanza una mirada enojada, aunque su voz permanece controlada, manteniendo una calma frágil—. Eso no te incumbe. Por favor, sigue manejando.

Andrew, sin embargo, no desiste. Su voz se quiebra con algo de desesperación—. Solo quiero comprender, Margaret. Tú no eres así…

Margaret suelta una risa irónica y amarga, y su tono se torna cortante, casi dolido—. ¿Qué? ¿Por qué insistes en hablar de esto?

Sin poder contenerse, Margaret se lleva una mano a la frente, cubriendo sus ojos, como si de alguna manera, al hacerlo, pudiera ocultar el torrente de emociones que la atraviesa. No quiere tratar a Andrew de esta manera, él es el único que ha permanecido a su lado, quien nunca la ha abandonado. Sabe que no se lo merece, pero no puede evitarlo; la furia, el dolor, la pérdida la consumen. Siente como si le hubieran arrancado una parte de su corazón, un trozo que nunca volverá. Los recuerdos de Phoebe, de momentos hermosos y tristes compartidos, ahora la asfixian.

Exhala con fuerza, un suspiro tembloroso que contiene un llanto que amenaza con desbordarse.

—¿Te molesto? —pregunta él de repente, deteniendo el carro bruscamente a un lado de la carretera. Activa las luces de emergencia y se gira hacia ella, con el rostro tenso y los ojos fijos en los suyos.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? —Kelson lo mira, asombrada y desconcertada. No esperaba esta reacción.

—Margaret… ¿recuerdas ese día del accidente? —susurra él, su voz llena de un dolor que ella no le había escuchado antes.

Ella parpadea, luchando por comprender adónde quiere llegar.

—Pues… —responde en voz baja— parece que mis recuerdos son muy distintos a los tuyos.

Él aprieta el volante, buscando palabras que duelen al salir.

—Ese día… —continúa, con los ojos perdidos en algún punto lejano—. Llegaba tarde del trabajo, absorbido por mi nuevo proyecto de escribir ese maldito libro. Le estaba dedicando cada minuto… Tú… tú estabas tan molesta, llorabas y, con esa tristeza en tus ojos, me dijiste que esta vez tampoco había funcionado.

—Andrew… yo…

Él levanta una mano, pidiéndole que espere, mientras su mirada se vuelve aún más atormentada.

—Déjame terminar —dice, su voz cargada de arrepentimiento—. Te fallé, Margaret. Te fallé una y otra vez. Lo siento… por no estar allí, por ser tan ciego, por dedicarme solo a lo mío cuando te necesitabas a mi lado. Pero por favor… no te rindas. No me dejes fuera. Hablemos, enfrentemos esto juntos. Podemos… adoptar si así lo quieres, buscar otra manera, pero por favor, no me saques de tu vida.

Kelson siente que sus palabras le rasgan el corazón. Las lágrimas amenazan con brotar, pero sabe que esta conversación va más allá del dolor.

Esa noche regresó a su mente en una oleada vertiginosa, como una tormenta que emerge de pronto en el océano de sus pensamientos. Margaret fue transportada de vuelta a aquella noche helada en la que la lluvia caía implacable, empapando cada rincón de su piel, cada capa de su ropa. Todo lo que podía recordar era el peso aplastante del fracaso. Ese día, todo se había desmoronado. Había deseado desaparecer, desvanecerse de este mundo y con él, del dolor que se adhería a su corazón como una sombra.

La escena se desdoblaba en su memoria con una intensidad dolorosa: el sonido seco de una maceta quebrándose al caer, el aroma penetrante de la sangre mezclado con el de la lluvia, que llenaba el aire de humedad y melancolía. Pero entonces, algo cortó la frialdad de esa noche. Entre las sombras y el agua que escurría sobre su rostro, sintió unos brazos rodeándola, levantándola del suelo como si fuera algo frágil. Era un calor inesperado, un calor casi familiar, que disipaba por un instante la oscuridad. Ese calor fraternal le recordó a su padre: una presencia protectora, fuerte y segura, como un refugio en medio de la tormenta.




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