Ambos están descalzos, con las piernas estiradas, rodeados de cartas desordenadas sobre la mesa de centro. Las luces son suaves, cálidas, y el sonido del crepitar de una chimenea añade un toque íntimo al momento. Mientras la risa disminuye tras una mano particularmente divertida de barajas, Margaret, con una sonrisa que no puede contener, comienza a tararear suavemente “Dog Days Are Over” de Florence + the Machine, casi como si fuera algo inconsciente, una pequeña melodía escapando de sus labios. Andrew, a su lado, todavía riendo suavemente, la mira sorprendido, pero su sonrisa se amplía al reconocer la canción. Sin pensarlo mucho, comienza a seguirle el ritmo, su voz uniéndose en el tarareo, primero suave y bajo. De repente, algo cambia en el aire entre ellos: el tarareo se convierte en palabras, primero de forma tímida, como si ambos no quisieran romper el momento. Pero pronto, la emoción de la canción los arrastra, y las palabras comienzan a salir más fuertes y con más energía. Margaret se incorpora un poco, su mirada cómplice y divertida conectando con la de Andrew. Él se levanta del sofá primero, estirando una mano hacia ella para invitarla a seguirle. Empiezan con movimientos tímidos, una especie de sacudida de hombros que se transforma en pequeños brincos. De repente, la música explota y ellos también. Él estira los brazos como si estuviera llamando a su tribu imaginaria de guerreros de calcetines; gira tan rápido que pierde el equilibrio y termina con las manos en las rodillas, tratando de disimular que está sin aliento después de 20 segundos. Ella, en respuesta, lanza una pirueta dramática y falsa, más como un remolino torpe que un giro, y termina en una pose improvisada que ni los de ballet contemporáneo entenderían
Ambos comienzan a cantar a pleno pulmón, saltando del sofá, riendo y moviéndose al ritmo de la música imaginaria. Sus voces llenan la habitación, desafinando sin importarles, cada vez más liberados por la energía de la canción. Margaret, ahora de pie, agita los brazos en el aire mientras canta el estribillo con pasión, y Andrew la sigue, dando vueltas alrededor del sofá, ambos completamente inmersos en la euforia del momento. En esa escena graciosa, Margaret y Andrew están en el salón de su casa, intentando cantar y moverse al ritmo de “Dog Days Are Over” de Florence and the Machine. Ambos están un poco fuera de ritmo, pero claramente disfrutando del momento, riéndose y dejándose llevar por la tontería de la situación. Justo cuando llegan al estribillo, Ava, la perrita golden retriever, se emociona con la energía que flota en el aire. Con la lengua fuera, y sus patas moviéndose como si entendiera perfectamente el compás, empieza a dar saltos alrededor de ellos, ladrando alegremente como si también estuviera “cantando” con ellos.
Luego viene el coro, y ahora ya están ambos sin frenos. Gritan “the dog days are over” como si de verdad tuvieran que asustar a esos días perrunos, lanzando patadas al aire y dándose vueltas que siempre terminan en un pequeño tropiezo. En ese instante, Margaret comienza a palmear las manos, animando a Ava aún más. La perrita empieza a moverse con entusiasmo hacia Andrew, quien, intentando mantener el ritmo de la canción, no se da cuenta hasta que siente a Ava rozándole las piernas. Ella empieza a girar alrededor de él, como si estuviera ejecutando una danza propia. De repente, se posa sobre sus patas traseras y le baila en los pies a Andrew, como si fuera su compañera de baile. Andrew, en un gesto desesperado, la mira con ojos abiertos y dice entre risas:
—Eh, no... No empieces —intentando alejarse, pero Ava lo sigue, insistente y feliz.
Margaret, al ver la cómica escena, estalla en carcajadas, doblándose sobre sí misma, mientras Andrew, ahora rodeando el sofá, huye en círculos de Ava, que sigue pegada a él con la misma energía.
—¡Margaret, haz algo! —grita Andrew, pero ella sigue riendo sin poder contenerse, apenas capaz de respirar, viendo cómo Andrew y Ava protagonizan su propio número de comedia improvisada.
Se miran y ríen como si fuera lo más genial que han hecho en la vida. Pero ahí están, en el último coro, agachados, sacudiendo la cabeza al ritmo de la música como dos estrellas de rock en un festival imaginario. Justo antes de que termine, se lanzan en una pose final dramática, él con una pierna estirada como si acabara de hacer el paso del robot más épico de la historia y ella tirada en el suelo, intentando recuperar el aliento pero riéndose sin parar. La canción termina, y ellos se miran satisfechos, como si acabaran de ganar una batalla épica en la sala de su casa. Ambos están jadeando, con un brillo de sudor en la frente y probablemente pisoteando algún cable suelto o casi tumbando una lámpara.
La escena se siente espontánea y sincera. La canción, que podría parecer fuera de lugar, ahora los une, los libera, transformando la habitación en su propio escenario de karaoke improvisado. Y aunque sus voces no sean perfectas, lo que importa es la conexión y la alegría del instante.
La mañana siguiente, el sol apenas asoma detrás de las colinas, derramando una luz suave y dorada en el dormitorio de Margaret y Andrew. A través de las persianas entreabiertas, los primeros rayos de sol iluminan la habitación, y el murmullo de la ciudad comenzando su rutina se cuela por la ventana, mezclándose con el trino de los pájaros. Andrew ya está despierto, mirando en silencio a Margaret dormir a su lado. En ese instante, se permite una pequeña sonrisa, una mezcla de ternura y paz que pocas veces muestra a los demás. Después de unos minutos, se incorpora lentamente, cuidando de no despertar a Margaret. Con movimientos precisos, camina hacia la cocina para preparar café, ya que sabe cuánto lo necesita Margaret para despejarse por la mañana. La cafetera emite un burbujeo constante y el aroma del café fresco pronto inunda la cocina. En ese momento, Margaret aparece en el umbral de la cocina, aún somnolienta, con el cabello ligeramente desordenado y envuelta en una camiseta suya que le queda un poco grande.