¿Cómo pudo haber pasado tanto tiempo sin sentir esto?
La nostalgia la invade, como si una sombra persistente se posara en su pecho. Margaret se encuentra en un cruce inesperado de emociones: el recuerdo de una década que ahora siente como tiempo perdido y la intensidad de estos últimos 40 días junto a su “enemigo” transformado en algo que jamás imaginó. A pesar de que no siente dolor al pensar en su ex, ese amor que construyó por años y que finalmente se desmoronó, lo que sí le quema por dentro es el vacío de una década en la que se entregó ciegamente, mientras la verdadera pasión estaba aguardando en un rincón impensado. Cada recuerdo con Andrew, cada sonrisa compartida y cada pequeña complicidad de su matrimonio falso, se sienten dolorosamente vivos y reales, tanto que teme hundirse en ellos. En el fondo de su mente, sabe que esta “burbuja” tiene fecha de caducidad; que, eventualmente, tendrá que volver a su realidad. ¿Cómo enfrentará la vida cuando ya no esté a su lado? Es como si sus pasos estuvieran avanzando hacia un precipicio. Terminarlo todo ahora, antes de que el cariño que siente se transforme en algo más profundo, parece la única salida. Pero aun mientras lo piensa, se da cuenta de que renunciar a él le dolerá más que cualquier otra cosa. La tristeza la ahoga, y con cada latido, sabe que lo único que podría consolarla es algo que, al final, tampoco puede permitirse.
La melancolía que Margaret siente es pesada, casi tangible, como una bruma constante en su mente y corazón. Cada vez que su pensamiento vuelve a ese doloroso contraste entre los últimos cuarenta días y su década de relación, le invade una tristeza profunda. Es como si esos diez años ahora fueran una fotografía descolorida, un recuerdo lejano donde alguna vez creyó ver su futuro. Y ahora, en esta realidad temporal con Andrew, cada sonrisa compartida, cada roce de manos, se siente más auténtico que todos esos años con su ex. Hay una ironía cruel en el descubrimiento: en esta relación falsa, ha experimentado más honestidad emocional que en todo lo que compartió con alguien a quien amó sinceramente. Y eso la hace cuestionarse su pasado, sus decisiones, la vida que pudo haber tenido si hubiese reconocido antes esas señales de infidelidad. Le duele la idea de que el tiempo perdido es irreparable, algo que nunca podrá recuperar, y cada segundo invertido en esa relación pasada le pesa como una cadena invisible.
Siente la urgencia de huir, de proteger su corazón. La cercanía con Andrew es peligrosa, porque, aunque se trate de una farsa, él ha sido alguien con quien ha experimentado una conexión sincera. Y sabe, en lo profundo, que esta burbuja de felicidad algún día explotará, dejando al descubierto la fría realidad que la espera. Cada día que pasa a su lado la lleva más cerca de encariñarse, de perderse en él, y eso es lo que más teme: amarlo de verdad solo para que, al final, todo se desmorone. Por eso prefiere acabar con esta mentira antes de dejar que su corazón sufra una nueva herida, antes de volver a entregarse a alguien sin la certeza de un final feliz.
A pesar de que le duele la idea de dejarlo, siente que es un precio que debe pagar. Un sacrificio que hará ahora, antes de que sus sentimientos se hundan más en esta ilusión, antes de que su corazón, ya marcado, termine quebrándose.
Margaret decide sabotear su relación con una serie de ocurrencias cada vez más absurdas. Busca por Google, le pregunta a Alexa y hace un resumen detallado de todo lo que hará para que Andrew la abandone, ya que ella no es capaz de hacerlo.
Ella sabe que Andrew tiene una aversión insuperable por el karaoke. Para sabotear su matrimonio falso de una manera totalmente excéntrica, decide convertirse en una “devota” de este pasatiempo. Todo empieza un sábado en la mañana, cuando Andrew baja a la cocina y la encuentra con un micrófono en mano, cantando a todo pulmón una canción pop de los 90 mientras usa gafas de sol y baila en pantuflas.
Margaret le sonríe con exagerada dulzura y le explica que ha encontrado su “verdadera pasión” y que el karaoke es su “destino”. Andrew, quien intenta mantener la calma, no puede ocultar su mirada de desesperación. Con una sonrisa traviesa, Margaret asegura que él debe apoyarla en su nuevo interés, y le promete que lo ayudará a “perder su miedo escénico”.
Por si fuera poco, Margaret convierte la sala en su “estudio personal de karaoke”, adornando cada rincón con letras de canciones, luces de discoteca, y pósters de cantantes pop pegados en las paredes. Para completar su misión de irritar a Andrew, coloca micrófonos en cada rincón de la casa: uno en la cocina, otro en el baño, y hasta en la entrada del dormitorio. Cada vez que Andrew entra a una habitación, Margaret se presenta con una versión desafinada de una balada romántica o una canción pegajosa.
Como si fuera poco, Margaret decide que el trabajo no está exento de su “pasión” y comienza a enviar correos electrónicos diarios a Andrew con links a videos de karaoke, sugerencias de canciones, e incluso artículos sobre los beneficios psicológicos del canto. En una reunión de trabajo, Margaret sorprende a todos organizando una “hora de karaoke” para “fomentar la creatividad en el equipo”. Andrew se queda atónito mientras ella, con una sonrisa de oreja a oreja, alienta a todos los empleados a subir al escenario improvisado que ha instalado en la sala de juntas.
En un último y desquiciante intento, Margaret aparece en una cena con la familia de Andrew llevando una camiseta estampada con la frase: “El karaoke es vida”. Su determinación es tal que empieza a organizar una “noche de karaoke familiar” mientras Andrew observa con una mezcla de incredulidad y resignación.
Finalmente, después de semanas de soportar la obsesión repentina de Margaret, Andrew decide enfrentarse a ella. La confronta con una sonrisa de incredulidad y le pregunta por qué se empeña en atormentarlo con algo que sabe que odia. Margaret, inocentemente, le responde: