Nuestro jardín de gardenias

17. Alaska, tierra de estrellas

La escena comienza en el estudio de Andrew, donde se escucha solo el sonido de sus pasos, que se detienen cuando él ve a Margaret sentada en el sillón, absorta en su lectura. Es un final de tarde, y los últimos rayos de sol caen por la ventana, tiñendo el ambiente de tonos cálidos. Sin decir nada al principio, Andrew se acerca y se queda de pie frente a ella, lo que hace que Margaret levante la mirada, extrañada y, al mismo tiempo, divertida por esa intensa expresión en su rostro.

Él respira hondo, intentando controlar esa mezcla de ansiedad y emoción que parece a punto de desbordarse. Sin rodeos, en un tono suave pero firme, le dice:

—Saqué pasajes para Alaska. Nos vamos este fin de semana.

La frase es simple, pero el impacto que causa en Margaret es devastadoramente hermoso. Sus ojos se abren con asombro y la sorpresa en su expresión se transforma rápidamente en una sonrisa llena de incredulidad. Apenas puede creerlo; un viaje así, inesperado, a ese lugar tan especial para ella, donde vivió tantos recuerdos de infancia y que, desde que se mudó, siente tan lejano.

—¿A-Alaska? —tartamudea, su voz temblando un poco por la emoción. Sus ojos comienzan a brillar, y él sabe que son lágrimas de felicidad las que luchan por salir. Andrew asiente, y en sus ojos hay una ternura poco usual en él, una apertura que Margaret solo ve en esos momentos de intimidad entre ambos. Él la observa sin apartar la vista, disfrutando de cada reacción de ella como si fuera un regalo.

—Sé lo mucho que extrañas a tu familia. A veces me lo cuentas, y a veces… lo veo en tus ojos. Solo pensé que, quizá, sería un buen momento para volver.

Andrew se acerca aún más, inclinándose levemente hacia ella, con ese tono entre seguro y vulnerable que tan bien lo define.

La mirada de Margaret baja a sus manos, tratando de absorber lo que acaba de escuchar. En su pecho, un remolino de emociones: gratitud, alegría, amor, y esa mezcla de sorpresa que aún no se desvanece. Cuando vuelve a mirarlo, sus ojos están ligeramente empañados, pero la sonrisa en su rostro es tan cálida y sincera que hace que a él le duela un poco el pecho.

Ella apenas puede susurrar:

—Andrew… No sabes lo mucho que significa esto para mí.

Él levanta una mano y la coloca con suavidad en su mejilla, sus pulgares acariciando el contorno de su rostro, como si quisiera grabar ese momento en su memoria.

—Lo sé, Margaret —le responde, con una intensidad que parece fundir el espacio entre ambos—. Lo sé.

Con esa promesa tácita entre ellos, se abrazan, perdiéndose en un momento cargado de amor, nostalgia y promesas. El sol se oculta en el horizonte, dejando a ambos envueltos en una calidez que parece protegerlos del mundo entero.

Esta mujer, que una vez fue una joven audaz de diecinueve años, llena de sueños y ambición, cuando salió de su pequeño pueblo para conquistar la gran ciudad. En aquel entonces, sus pasos eran seguros, su energía desbordaba y sus sueños parecían al alcance de la mano. Con el tiempo, sin embargo, la ciudad fue moldeándola. Aprendió a moverse con sus ritmos, a cargar la carga invisible de la competencia constante, de la soledad disfrazada en medio de multitudes. La mujer que es ahora es fuerte, sí, pero también lleva un peso que no había anticipado.

En su mirada ya no está esa chispa tan ingenua; ahora tiene la profundidad de alguien que ha vivido, que ha conocido triunfos y fracasos. Su éxito en la ciudad le ha traído cosas buenas, y a veces recuerda con orgullo cuánto ha logrado, pero hay algo más profundo que empieza a llamarla. Ese deseo de regresar a su tierra, a lo auténtico, a lo que la formó. Siente una necesidad de reconectar con sus raíces, con su familia, con las personas que la conocen de verdad, esas que la llaman por el apodo que tenía de niña y no por su nombre profesional. Es como si la ciudad le hubiera dado una máscara y, por fin, se siente lista para quitársela.

Hay un poco de miedo en su corazón, una mezcla de emoción y nerviosismo, porque teme no encajar ya en su pueblo, que la gente la vea como una extraña, alguien “de fuera”. Pero también tiene esperanza. Imagina los paisajes de su niñez, el aroma de los árboles en primavera, la tranquilidad del amanecer en el campo. Quiere recuperar esa paz, esa conexión con lo sencillo, y con cada día que pasa siente que ese deseo se hace más fuerte.

Siente nostalgia, pero también gratitud por la persona en la que se ha convertido. Está emocionada por la posibilidad de redescubrir su esencia, de reconectar con la mujer que es ahora y con la chica que alguna vez fue, pero que aún lleva en su interior.

Días después, Margaret y Andrew están en sus asientos, en la fila junto a la ventanilla, rodeados del ronroneo constante de los motores del avión. La luz tenue del compartimento se mezcla con el resplandor suave de las nubes que pasan por la ventana, envolviendo el momento en una atmósfera casi onírica.

Margaret está inquieta, tamborileando los dedos sobre el apoyabrazos, la mirada perdida en algún punto fijo de la cabina. Hace años que no visita Alaska, y la idea de ver a su familia después de tanto tiempo le provoca un nudo en el estómago. Le preocupa si aún podrán reconocerse en los gestos y silencios, si las historias compartidas han dejado de tener relevancia en la distancia. La alegría de volver a casa está teñida de ansiedad y un leve miedo de que su hogar ya no la sienta tan suya. Andrew nota el nerviosismo de Margaret en cada movimiento fugaz de sus manos, en la forma en que entrelaza y suelta los dedos de manera repetitiva, como buscando consuelo. Sin decir nada, toma su mano entre las suyas, dándole un apretón suave pero firme.

Por otro lado, él mismo siente una mezcla de nervios y emoción contenida. Su plan es claro: quiere renovar sus votos matrimoniales frente a la familia de Margaret, en su tierra natal, como una forma de reafirmar su compromiso y su amor. Siente que es una oportunidad de darle a Margaret algo profundo, una reconexión con sus raíces, pero también una prueba de que su amor no solo pertenece a un espacio físico o a un tiempo específico, sino que puede florecer incluso en el terreno donde ella creció. Imagina el momento: Margaret sorprendida, rodeada de los suyos, y él, arrodillado, con la mirada vulnerable y el corazón abierto. Aunque Andrew es alguien de apariencia reservada, su corazón late con fuerza ante la expectativa.




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