Nuestro rincón de los veranos

Guerra de globos de agua

El agua es el mejor amigo que existe para combatir el calor abrasador. No me acuerdo cuántos años cumplía. Capaz que 10 u 11, pero era el primer cumpleaños que celebraba en la quinta. El jardín amplío que tenía la convertía en el escenario ideal para que se desate una guerra con bombitas de agua.

Mi madre había comprado una buena cantidad de paquetes de globos, aquellos que son ideales para inflarlos de agua y que no se rompan en el intento. También, había comprado un par de aerosoles, como si estuviera adelantando el festejo de carnaval, el cual estaba a la vuelta de la esquina. Por supuesto, hubo discusiones y riñas en torno a quién se quedaba con la mayor cantidad de globos. La que terminó dictando la sentencia final, cual fuera una jueza, fue mi madre que repartió equitativamente para ambos bandos.

Dado que en la escuela solía suceder, a la hora de jugar o hacer una actividad en grupo que implicaba competir, nos dividimos de acuerdo al sexo de cada persona: por un lado, los chicos y, por el otro, las chicas. Nosotros fuimos por el cuarto donde estaba el tanque de agua mientras que las mujeres fueron por el lado cercano a la pileta.

En el intento, varios globos se reventaron, ya sea porque les añadieron bastante agua o porque venían con fallas en su fabricación. Lamentábamos cada globo que se pinchaba porque significaba menos munición para empaparlas a las chicas, aunque más que un martirio, era un alivio. Con los rayos solares potentes, un globo reventandote en cualquier parte del cuerpo era una brisa de aire fresco.

A mí no se me daba bien el arte de atar globos (tampoco ahora de adulto); por lo tanto, sólo me dedicaba a llenarlos de agua y pasárselo a alguno que lo sepa de memoria. Incluso, me costaba inflar los globos ya que cada vez que trataba de meterlos en la canilla, se me rompía el cuello del globo, el cual se volvía inservible. El hecho de que era mi cumpleaños me perdonaban todas mis falencias. ¿Cómo podía ser que algo tan básico se me pudiera escapar? Podía comprender un texto o resolver un problema matemático, pero no podía inflar un simple globo. Me sentía un inutil y sólo podía hacer de vigía para alertar si a las chicas se les atrevía llevar a cabo un ataque sorpresa. Cual guardián del portón de una fortaleza, tenía los ojos bien abiertos y me movía ante el más mínimo ruido.

Mientras tanto, se iba llenando de bombitas de agua un balde rojo que hacía las veces de recipiente para limpiar los pies y no llenar la piscina de pasto o tierra. Había globos de todos los tamaños: globos tan chicos como una manzana o kiwi y globos más grandes que nuestras manos. Aquellos globos se los reservaban los que los habían realizado ya que les demandaba mucha precisión y tiempo y habría resultado injusto que no los pudieran usar. Los cuidaban como si fueran huevos de oro. Tan ensimismados estaban en la elaboración de los globos de agua que se olvidaron que la paz no iba a durar por siempre…

Por la derecha, una nube blanca me bañó el rostro y el pelo rapado negro, seguido de un globo lleno de agua que me impactó en el hombro izquierdo. Rápidamente, agarré una bombucha al azar y la arrojé sin éxito alguno. De ahí en más, todo fue caos y confusión. Unos corriendo por el amplio jardín, otros refugiándose en la piscina, otros corriendo en zigzag por los árboles o usando la casa de escondite para sorprender a alguien desprevenido.

No había estrategia alguna: era agarrar un par de globos de agua y usarlos de manera eficiente. Había globos que impactaban en los pies, otros en la cabeza y otros que no llegaban a destino. Sin embargo, los más dolorosos, como si te pegaran con un huevo duro, eran aquellos que iban dirigidos a la espalda. No solo que esos los tiraban a escasos centímetros, sino que cargaban toda la barra de potencia para provocar el mayor daño posible. Una quemazón invadía el cuerpo y era imposible que no escaparan un par de lágrimas por el dolor que causaba un objeto lleno de agua. Si uno tenía suficiente suerte, el globo podía rebotar y caer al suelo. Lo peor era cuando uno sabía que no tenía escapatoria y aceptaba su atroz destino.

El único momento de paz fue cuando a ambos bandos se les acabaron las bombuchas. Un momento de paz que fue efímero porque al primer globo hecho se retomó el ataque. Por supuesto, no faltaban los vivos que les robaban globos de agua al otro bando (principalmente los varones) para continuar con la ofensiva.

No había forma de determinar un ganador, tampoco había un árbitro para corroborarlo. Ningún bando aceptaría la derrota y nadie contaba las cantidades de veces que un globo impactó en el cuerpo de otra persona. La guerra llegó a su fin cuando se agotó el stock de globos (aunque mi madre había escondido alguna que otra bolsa) y todo el terreno de la quinta quedó cubierto de restos de globos y espuma que tendríamos que limpiar si queríamos golosinas y un pedazo de torta.



#1374 en Otros
#304 en Relatos cortos
#855 en Novela contemporánea

En el texto hay: familia, amistad, infancia

Editado: 15.11.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.