Era un domingo y se estaba preparando pollo al disco, un plato que no había probado hasta ese momento o, que si lo había degustado, no me acordaba. Mis primos y yo estábamos jugando al fútbol, mi hermana y las primas en la piscina y mis otros familiares estaban dispersados por el terreno de la quinta, ya sea picando algo o charlando. Nadie se esperaba lo que íbamos a presenciar ese día.
Cuando llegamos ese día, el clima estaba despejado. Había un par de nubes, pero nadie se esperaba que lloviera. Era un día perfecto para estar al aire libre y disfrutar de todo lo que ofrecía la quinta y de chuparse los dedos con el gran plato que tenían pensado preparar. Sin embargo, las fuerzas de la naturaleza estaban encaprichadas y no se habían levantado de buen humor ese día.
Mientras el cielo se iba encapotando de nubes que tomaban un color más oscuro de lo habitual y se empezaba a levantar una brisa que anticipaba lo peor, cada uno seguía enfocado en lo que estaba haciendo sin preocuparse por el factor meteorológico. Hasta que cayó la primera gota que se tradujo en miles…
El cielo se vino abajo, como si alguien de arriba estuviera arrojando miles de baldes llenos de agua. La casa, que era bastante modesta, se había transformado en un refugio contra los misiles de agua que nos disparaban desde el cielo. Y al agua se le iba a sumar otro elemento…
“Tac” “Tac” se empezó a escuchar. Al mirar por la ventana, pequeños cubitos de hielo empezaban a esparcirse por el terreno de la quinta. Nuestros padres se miraban entre ellos con gestos de preocupación en sus rostros. Los automóviles estaban afuera y el único escudo que tenían eran las copas de los árboles, pero eso no garantizaba que el granizo no impactará en los autos, lo cual implicaría un costo económico enorme para cambiar la chapa y la pintura. A esto se sumaba el pollo al disco que se seguía preparando y que estaba protegido por una tapa negra y metálica.
Minutos después, el granizo se detiene, pero la lluvia y el viento siguen arreciando. Mis tíos, con paraguas como escudos, se internan en la cascada para controlar la cocción de ese pollo, como si estuvieran protegiendo a una persona de gran renombre de sicarios. Mis tías, para entretenernos y no tener que aguantar nuestros berrinches, sacan juegos de mesas que había en un pequeño estante al lado del único baño que tenía esa casa.
Nos agolpamos alrededor de la mesa, algunos sentados en el sofá cama, otros parados y nos íbamos turnando para que no sea injusto. Así dimos comienzo al bingo y nos provisionamos de frijoles para llenar esos cartones y cantar victoria. Había un premio de por medio para enfocar toda nuestra atención en ese juego. Y como en todo juego de bingo, algunos llenaban sus cartones más rápido y otros apenas tenían pilas de frijoles acumuladas esperando para ser colocadas. La suerte no me acompañó en ninguno de los dos juegos, pero había olvidado por completo el hecho de que había una tormenta y de que todavía no había almorzado. Los juegos estaban dando los resultados esperados: desviar nuestra atención por completo.
Del bingo pasamos al truco, un juego de cartas, en el cual no había premio. Se jugaba más por bien quién era más astuto y quien usaba mejor la mentira a su favor. Un juego para vivos, aunque la suerte nunca venía mal. Entre gritos de “envido”, “real envido”, “retruco” y “vale 4”, y algún que otro atrevido que se animó a cantar “falta envido” con un número bajo para hacerlo, los minutos pasaron tal como se derrite un helado entre los dedos un día de calor infernal. Hizo falta un grito de “¡pongan la mesa!” para captar nuestra atención y dejar las cartas tiradas en algún rincón de la casa.
Unos agarraron cubiertos y otros platos y, en cuestión de segundos, la mesa ya estaba puesta. Nunca antes había visto tantas ganas de poner la mesa. El hambre, que estaba escondida, resurgió y el estómago empezó a trinar nuevamente. Todos fijamos nuestros ojos en la puerta de entrada por la cual apareció uno de mis tíos con una fuente tapada como si hubiera encontrado el Santo Grial. Ni la lluvia torrencial (que en ese momento era una llovizna) ni el granizo pudieron arruinar el pollo al disco ni el domingo en familia.