Era la tarde de un año nuevo como cualquier otra en la casa quinta de una de mis tías. Los rayos solares potentes pulverizaban nuestras pieles al descubierto. Junto con mi hermano, Rodrigo, y mi primo, Lucas, estábamos arrojando bombas de estruendo que habían quedado de Nochevieja y Navidad. Bueno… yo observaba y, de vez en cuando, arrojaba algún que otro petardo pequeño. Era el más grande de los tres: le llevaba dos años a mi hermano y cuatro a mi primo.
Mi primo y mi hermano iban a seguir prendiendo mecha a los cohetes hasta que agotarán el stock. Ya sea en un tubo, 2 o 3 unidos con una cinta o en una caja, ellos tiraban y no se cansaban de hacerlo. Yo los supervisaba para que no se lastimaran o se les ocurriera alguna fechoría. Era un ritual que se repetía todos los fines de año.
Al llegar a la esquina, vemos una pequeña casa pintada de amarillo y de tejas rojas. Una casa que conocíamos muy bien, pero no por buenos motivos. En cuanto divisó la casa, a mi hermano se le prendió el foco y corrió hacia ella, haciéndonos señas para que lo sigamos.
Che, vamos a reventarle el buzón - propuso y levantó las cejas con una sonrisa diabólica.
Mi primo al instante asintió con la cabeza y yo me quedé de brazos cruzados en una señal de afirmación pasiva. Sabía que no era lo correcto y era una mala idea, pero entre eso y la bronca que le tenía a la pareja de adultos cascarrabias que vivían ahí, primó lo último.
Mi hermano agarró un cohete que era largo y robusto y, haciendo el menor ruido posible, lo colocó con especial cuidado en el buzón, como si fuera un paquete frágil, y encendió la mecha. Mi primo y yo estábamos ocultos detrás de un árbol, observando cómo se llevaba a cabo el operativo “chau buzón” (nombre que le dí yo). En cuanto lo vimos corriendo hacia nuestro lado, sabíamos que había prendido de forma exitosa el cohete.
En aquellos segundos, en los cuales estábamos pendientes de la bomba de estruendo, los pájaros dejaron de cantar, los gritos y las voces de la gente que estaban en otras casas dejaron de escucharse y los coches se detuvieron. Un ruido metálico retumbó en todas esas cuadras y el tiempo se descongeló. Nos quedamos parados detrás del árbol para ver la reacción de la pareja. Uno, dos, tres minutos… Al ver que no salía nadie, mi hermano salió disparado y corrimos detrás de él.
Al agacharme, ví un enorme agujero provocado por el cohete y sus restos estaban esparcidos en el pasto. Yo pensaba que con esto iban a estar satisfechos (después de todo le habían destrozado el buzón), pero no sabía los límites a los que podía llegar mi hermano con mi primo de cómplice.
Vamos a tirarle una cañita - propuso mi primo en voz baja. Mi hermano sonrió y apoyó la moción. 2 contra 1.
No, no… ya es demasiado. Podríamos provocar un incendio - les advertí, pero mi hermano ya estaba sacando una cañita y la estaba colocando en la vereda que está en frente de la casa.
No pasa nada. Es solo una cañita - dijo mi hermano mientras calculaba la trayectoria y el ángulo de la cañita como si fuera a derrumbar el castillo de un hechicero malvado.
Rendido, solo miré al cielo y pedí que no pasara nada y me oculté en el mismo árbol que estaba en la esquina que daba a un vasto campo seco. Mi primo prendió la mecha y salió corriendo hacia nuestro lado. La cañita salió dirigida hacia la casa, emitiendo un sonido similar a un silbido, e impactó en la pared amarilla. Suspiré hondo al ver que no había chispas rojas ni amarillas iniciándose. Mi hermano y mi primo decidieron salir del escondite y aproximarse a la casa, pero cuando habían dado unos pasos…
Un hombre con pelo canoso y largo en los costados, unos kilos de más y estatura mediana, salió abruptamente y empezó a gritar “Aparezcan cagones”. Retrocedimos al árbol y lo miramos atentamente para definir si salir corriendo o no. El viejo volvió a ingresar a la casa y pensábamos que el peligro ya había pasado…
Sin embargo, cuando salió de la casa tenía un manojo de llaves en una de las manos y abrió un auto rojo chico que estaba estacionado en el frente de su casa. En cuanto lo abrió, salimos disparados hacia la derecha como un cohete que va a la Luna. Teníamos ojotas puestas lo cual no era lo ideal para correr y estaba latente el miedo de que se rompieran en ese instante. Al llegar a la esquina, giramos a la izquierda, que era la única opción disponible porque a la derecha terminaba la cuadra, y apresuramos la marcha.
En esa última cuadra, se me cruzó por la mente la dirección que tomaría el viejo. ¿Giraría a la izquierda o a la derecha? Si salía por la izquierda, estábamos fritos. Era como cuando el héroe tiene que tomar un camino u otro: uno está lleno de criaturas viles y terroríficas y el otro es bellisimo. Era un 50% de chances. Si la suerte se inclinaba para nuestro lado, el viejo tendría que girar a la derecha, en la misma dirección que salimos nosotros. Cuando llegamos a la última esquina…
No vimos ningún auto rojo y nos volvió el color a las pieles, pero no aminoramos el paso. Al llegar a la entrada, salté la tranquera tan alto como un jugador de básquet cuando hace un mate. Mi primo se escondió detrás del cuarto donde estaba la lavandería, mi hermano en la parte trasera de la casa y yo en uno de los tantos árboles que había en la quinta. Nuestros padres no comprendían lo que estaba pasando. El corazón palpitaba a la velocidad de la luz, entre las cuadras que había corrido y el miedo que acechaba. Unos segundos después, ví un auto rojo que…
Se paró en la tranquera y se bajó del auto. Al ver que no había timbre, el viejo empezó a aplaudir. El corazón me desbocaba y respiraba agitado, pero no me movía de dónde estaba. No sabía si el viejo me había visto o no, pero no quería arriesgarme. Sin sacar la cabeza, monitoree la situación. Mi madre y una tía se habían acercado para preguntarle por qué se encontraba allí. Por las expresiones de sus rostros, no entendían lo que estaba pasando y si el viejo se habría confundido.