Nuestro Último Amanecer: sangre y aceite

El Fantasma del Desierto

El convoy médico avanzaba como una serpiente herida a través de los paisajes invernales de Europa Central. Seis vagones pintados de blanco con cruces rojas brillantes, cada uno cargado con el peso de docenas de vidas destrozadas, se arrastraba por las vías como si cada metro costara un esfuerzo sobrehumano. En el vagón número tres, Klaus Richter yacía atrapado entre sábanas que, por más blancas que estuvieran, nunca podrían limpiar las manchas de su conciencia.

Cada mañana comenzaba con el mismo ritual. La enfermera Anja, una mujer de unos cuarenta años con ojos cansados pero manos sorprendentemente suaves, llegaba puntual con su carrito de desayunos. "Buenos días, teniente," decía con una sonrisa que no llegaba a sus ojos mientras le entregaba la bandeja de metal. Avena insípida, una rebanada de pan negro que sabía a serrín y café aguado que más bien parecía agua sucia. Klaus comía mecánicamente, saboreando en cada bocado no la comida, sino el recuerdo de los desayunos en el comedor de oficiales de Hannover, donde las risas de Lars y los chistes de Müller llenaban el aire cargado del aroma de salchichas frescas y café recién hecho.

Durante el día, Klaus se obligaba a levantarse y caminar por el estrecho pasillo del vagón, apoyándose en las paredes metálicas que siempre estaban frías al tacto. Sus pasos eran vacilantes, no solo por las heridas físicas que todavía le quemaban el torso con cada movimiento, sino por el peso invisible de los fantasmas que lo seguían a todas partes. Observaba a los otros ocupantes del tren: el joven soldado Meyer, que había perdido ambas piernas en una explosión y miraba fijamente al techo como esperando encontrar respuestas en las grietas del metal; el sargento mayor Hoffmann, cuyo rostro y torso estaban cubiertos de vendajes que ocultaban quemaduras severas y que tosía sin parar, un sonido húmedo y doloroso; la doctora Schmidt, que trabajaba con una determinación feroz, como si su esfuerzo personal pudiera detener la marea de destrucción que se extendía por Europa.

Por las tardes, cuando el sol invernal comenzaba a caer, Klaus se sentaba junto a la ventana y observaba el paisaje que desfilaba ante sus ojos. Los pueblos fantasmas con sus calles vacías, sus casas con ventanas ciegas que reflejaban un sol indiferente, las estaciones de tren abandonadas donde la maleza ya comenzaba a trepar por los andenes. Europa se estaba desangrando y él era un testigo impotente, atrapado en esta cápsula de acero que olía a desinfectante y muerte, arrastrándose lentamente hacia un destino incierto.

En la tercera noche, cuando la luna bañaba los campos nevados con su luz pálida, un sonido diferente cortó la monotonía del viaje. Pasos firmes, decididos, que resonaban sobre el traqueteo constante del tren, acercándose con una intención clara que hizo que varios de los heridos abrieran los ojos con aprensión. Una figura alta se detuvo al pie de su litera, proyectando una sombra alargada que parecía devorar la escasa luz del vagón.

Era un hombre de unos cuarenta años, con el rostro marcado por cicatrices que contaban historias de otros campos de batalla y los ojos de quien había visto demasiado, demasiadas veces. Llevaba el uniforme de mayor, pero no era un oficial cualquiera; su postura rígida y su mirada penetrante delataban a alguien acostumbrado a manejar secretos, a tomar decisiones que pesaban más que la vida de un hombre.

"Teniente Richter," dijo con una voz grave que parecía arrastrar consigo el peso de batallas pasadas, un eco de explosiones y gritos ahogados. "Soy el Mayor Vogel. Necesito hablar con usted."

Klaus intentó incorporarse, un movimiento instintivo de respeto ante un superior, pero las vendas que le cubrían el torso se lo impidieron, apretándole las costillas como un recordatorio cruel de su vulnerabilidad. Un dolor agudo y punzante le recordó que, aunque había sobrevivido, su cuerpo aún guardaba las cicatrices de la emboscada, marcas físicas de un trauma que iba mucho más allá de la carne.

"Mi unidad..." comenzó Klaus, las palabras atascándose en su garganta seca, pero Vogel levantó una mano, deteniéndolo con un gesto que era a la vez amable y autoritario.

"Lo sé," dijo el mayor, con un tono que no dejaba espacio para la duda, como si hubiera estado allí, como si hubiera presenciado cada segundo de aquel infierno en el desierto. "Todo el destacamento blindado fue aniquilado. Usted es el único oficial superviviente."

Vogel se sentó en el borde de la litera, un mueble incómodo que crujió bajo su peso, como si el peso de sus propias palabras lo obligara a buscar un apoyo físico. Su mirada se posó en las vendas de Klaus, pero era evidente que no veía solo las heridas físicas, sino las que sangraban en silencio, las que nunca cicatrizarían por completo.

"Lo que vio allí, en el desierto," continuó Vogel, inclinándose ligeramente hacia adelante, "necesito que me lo cuente. Todo. Cada detalle, por insignificante que le parezca."

Klaus cerró los ojos, y el mundo exterior desapareció, reemplazado por el calor abrasador del desierto iraní, el olor a combustible y sangre, el sabor del polvo y el miedo. Las imágenes regresaron con una violencia que lo dejó sin aliento: las máquinas emergiendo de la nada como espectros metálicos, la torreta del Leopard siendo arrancada con un chirrido desgarrador, Lars siendo aplastado contra el blindaje, sus ojos pidiendo una ayuda que nunca llegaría, los gritos de Müller ahogándose en el fuego que todo lo consumía. Respiró hondo, un jadeo tembloroso, intentando dominar el temblor incontrolable que ahora recorría sus manos, unas manos que habían estado en los controles, que habían intentado salvar a su gente y habían fracasado.

"Fue una trampa," susurró, con la voz quebrada por el recuerdo, cada palabra una losa que sacaba de lo más profundo de su ser. "Sabían que vendríamos. Sabían cómo nosotros... cómo yo... pensaba. Cada movimiento, cada decisión... era como si hubieran leído nuestro manual de estrategia y lo hubieran mejorado."



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En el texto hay: insultos malas palabras

Editado: 03.12.2025

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