Nuestro Último Atardecer

Capítulo 1: Una promesa, un sueño.

“Aún recuerdo el suave viento sobre mi cara, impregnado del olor a sal, el sonido de las olas rompiendo al llegar a la orilla y la cálida luz del crepúsculo envolviéndolo todo de hermosos colores.
Habíamos pasado el día en la playa y, como en tantas otras ocasiones, nos quedamos hasta ver cómo el sol, poco a poco, desaparecía, engullido por el mar. En aquel instante, nuestros ojos se encontraron y vi cómo surgía en tu mirada una tristeza que me presagió lo que tratabas de ocultarme…
Cogiéndome ambas manos, me recordaste la promesa que nos hicimos siendo unos niños. Ahora, años más tarde, esa misma promesa nos obliga a tomar caminos separados…”

Sara se despertó, incorporándose de un salto, con las mejillas empapadas y la respiración entrecortada. Se frotó los ojos, tratando de olvidar ese sueño que siempre se le repetía.

Giró la cabeza y miró el despertador que tenía sobre la mesilla de noche. Aún faltaba un buen rato para que la molesta alarma marcara la hora de levantarse. Sin embargo, los primeros rayos de sol ya comenzaban a asomarse entre las rendijas de la persiana, proyectándose tenuemente en el uniforme que tan cuidadosamente se había dejado preparado la noche anterior.

Dudó por un momento si meterse de nuevo entre las sábanas, pero sabía que le iba a resultar imposible volverse a dormir, así que puso sus pies descalzos sobre el frío suelo y comenzó, casi por instinto, su rutina matutina; Se puso los calcetines verdes que le llegaban hasta las rodillas, la camisa blanca, impecablemente abotonada hasta el cuello, y la corbata, con su nudo perfecto. Luego, la falda escocesa de tonos verdes y cuadros amarillos —los colores oficiales del colegio— y, para completar el atuendo, la blazer de corte elegante, del mismo verde profundo, con el escudo bordado en hilo dorado reluciendo sobre el bolsillo superior.

Aquel conjunto formaba parte de su identidad escolar, la misma que había portado desde la infancia.
Al terminar de vestirse, se detuvo frente al espejo del armario.

La mayoría de la gente se pone triste cuando finalizan las vacaciones de verano, pero ella estaba ansiosa por empezar de nuevo las clases, y al verse con aquella ropa, se dio cuenta de cuánto lo había echado de menos.

Sin previo aviso, las lágrimas volvieron a recorrer sus mejillas. Extendió la mano hacia el cristal, como queriendo tocarse a través de su reflejo. Pero no era su reflejo lo que anhelaba alcanzar…

—Esperaba verte hoy —dijo, con una serenidad desconcertante, al tiempo que contemplaba una figura al otro lado del espejo.
Una silueta borrosa, casi translúcida, se delineaba entre las sombras: la imagen de un muchacho.

—Por supuesto. No quería perderme este día. Sé cuánto significa para ti.

—¿Recuerdas lo ansiosos y emocionados que estábamos? El inicio de un nuevo curso siempre significaba un viaje lleno de ilusiones y retos que afrontar contigo. Ahora, solo es un día más que me recuerda que tú ya no estás.

—Sara...

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—Déjalo, no hace falta que te disculpes. Tan solo me gustaría entender el porqué. Pero sé que no puedes decírmelo, porque no eres más que el producto de mi recuerdo.

—Sara… —La figura apoyó su mano contra el cristal, buscando el contacto imposible—. ¿Recuerdas nuestra promesa?

—Por supuesto. Es lo único que me mantiene en pie.

—Entonces sabes lo que debes hacer…

De pronto el timbre de la puerta resonó, quebrando la atmósfera suspendida en el cuarto y la silueta tras el espejo, comenzó a desvanecerse lentamente, sin que Sara pudiera decirle adiós.

Recordó entonces que había quedado con Michael y Alicia para ir juntos a clase. Aún no era la hora pactada. Pero algo dentro de ella, le indicó que eran ellos.

Caminó hasta la puerta y la abrió con suavidad, y allí estaban, de pie, con una forzada sonrisa.

—Buenos días —saludaron al unísono.

—¿Qué hacéis aquí tan temprano?

Michael fue el primero en responder.

—Sabemos que hoy no es un día cualquiera para ti… —hizo una pausa, como si buscara las palabras exactas—. Imaginamos que no habrías dormido mucho. Así que pensamos que tal vez... podríamos tomar un café antes de ir al colegio.

Durante un instante, Sara no dijo nada. El silencio se alargó justo lo necesario para que ambos entendieran que sus palabras habían dado en el centro. Luego, ella esbozó una sonrisa frágil.

—Chicos… —susurró, y sus ojos, se llenaron de lágrimas—. Por supuesto que sí. Dadme un segundo, termino de arreglarme y bajo enseguida.

Cerró la puerta tras de sí. Con rapidez recogió los libros que había dejado esparcidos, los metió en la mochila, trenzó su larga melena dorada sin detenerse frente al espejo, dejándola caer sobre su hombro, y salió de nuevo, para reunirse con ellos.

La mañana era templada. El verano parecía aferrarse, aunque las hojas de los árboles comenzaban a caer, anunciando el cambio inminente. Caminaban por una calle tranquila del barrio residencial: un rincón apacible, de casas con jardines, parques sombreados y pequeñas tiendas que se resistían al paso del tiempo.

—Oye, Sara, esa mochila pesa como si llevaras piedras. ¿Quieres que te la lleve? —preguntó Michael, con una sonrisa.

—Gracias, Mike. Me dejé llevar… Creo que cogí más libros de los que necesitaba —admitió ella, algo avergonzada, entregándole la mochila.

—Menuda novedad —refunfuñó Al entre dientes, apartando la vista de la pareja.

Al pasar junto a una tienda, de pronto Alicia se detuvo en seco, como si algo importante hubiera cruzado su mente.

—¡Chicos! Tengo que pasar por el quiosco. ¡Es lunes, por fin! —exclamó, radiante.

—¿Hablas en serio? ¿No puedes esperar a la vuelta? —dijo Michael, resignado.

—¡Ni hablar! Llevo toda la semana esperando. Vuelvo en un minuto —respondió, desapareciendo tras la puerta del local, ante la mirada resignada de sus amigos.




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